
Bruselas tiene un museo de Los Pitufos, otro del cómic, de los instrumentos musicales, de los trenes y de los automóviles. Existen dos espacios dedicados a la cerveza, dos al chocolate y, por supuesto, un museo de bellas artes y otro centrado en René Magritte. Incluso hay uno sobre las alcantarillas.
Pero no había una galería consagrada a las patatas fritas, pilar gastronómico y sociocultural de Bélgica, junto con los mejillones, la cerveza y los bombones. Esa anomalía la acaba de corregirla Eddy Van Belle, un belga de 77 años que fue presidente de la multinacional de ingredientes de panadería Puratos.
Van Belle empezó coleccionando lámparas de niño, llegó a tener unas 5.000 y abrió un museo en Brujas. Dos décadas después, tiene 15 museos temáticos, entre ellos varios Choco-Story en México y otro situado frente al museo de patatas fritas -Friet Museum- que acaba de inaugurar en el corazón de Bruselas.
“En nuestro inicio, el museo era la exposición de la colección del coleccionista. Hoy en día, el visitante no busca esto, busca una experiencia”, explica a EFE el especialista.
En sentido estricto, ya existía un -micro- museo sobre la fritura de ese tubérculo en Bruselas que se llama Home Frit Home, tiene un enfoque local y funciona como galería de arte, casa de huéspedes y boutique. Pero el nuevo establecimiento destila otro nivel de ambición.
Está a 50 metros del Manneken-Pis, ofrece audioguía en once idiomas y apunta a los 3,5 millones de turistas que visitan Bruselas cada año, siguiendo la estela del primer museo del mundo dedicado a la patata frita que Van Belle abrió en Brujas en 2008.
“Teníamos un edificio y no sabíamos qué poner. Estábamos pensando ideas con unos amigos en un restaurante y uno me dice: ‘mira en tu plato, tienes que hacer algo con la papa frita’. Al regresar a casa, miré en Google y vi que no había ningún museo de la papa frita ni en Bélgica ni en Europa. Ese fue el inicio”, recuerda Van Belle.
Con un eje dedicado a la historia, otro a la inmersión en la cultura de la patata frita y otro con actividades interactivas, el museo de Bruselas muestra 1.646 objetos desplegados por tres plantas, que van desde una edición original del siglo XVI del botánico Clusius hasta freidoras de época, pantallas táctiles, videojuevos, cuadros, esculturas, vídeos, rincones para hacerse selfies, un tractor...
Hay incluso un cañón portátil que funciona con laca del pelo, el “patator”. Se puede disparar una divertida réplica virtual del artilugio, pero no dejan manipular el bazuca real ni aunque se pregunte con insistencia y educación.
“Dispara las papas a más de cien metros. Sería un problema con los vecinos”, zanja Van Belle.
Del Perú a Frietland
A través de objetos rituales sagrados precolombinos, “huacas”, que atestiguan el uso de la patata en las antiguas civilizaciones sudamericanas, el museo propone un viaje que empieza en Perú, donde surgió ese tubérculo hace unos 9.000 años, mucho antes de que llegara a Europa vía Canarias en 1560 y después a Bélgica.
La patata frita es uno de los pocos puntos de encuentro entre francófonos y neerlandófonos belgas, que libran una guerra cultural contra el vocablo inglés “French fries” (fritas francesas).
“Fue un invento belga. Por lo menos, cortar las patatas en bastones. Quizás en Francia empezaron antes a cocerlas en rebanadas, pero Bélgica fue el país donde se empezó con la patata frita real, como la conocemos hoy”, expone Van Belle.
Nacieron, según los belgas, cerca de Namur, tal vez hacia 1750. El río Mosa se congelaba en invierno, imposibilitando la pesca, y los lugareños freían patatas cortadas en forma de pequeños peces.
Otros sitúan su origen en las casetas del río Sena en París a inicios del siglo XIX, desde donde habrían llegado a Bélgica hacia 1840.
El nombre de “French fries”, y esto parece mejor documentado, proviene de los soldados estadounidenses desplegados en Bélgica en la Primera Guerra Mundial, que las descubrieron a través de soldados belgas que hablaban francés.
Más tarde llegaron las emblemáticas friterías, pequeñas casetas en plazas y esquinas belgas que el museo recrea en el espacio “Frietland”. Allí, las patatas fritas se sirven en cucuruchos de papel, con tenedores desechables y una generosa oferta de salsas: mayonesa, andaluza, samurái, kétchup...
Todo un ritual culinario en un país donde preferiblemente se emplean patatas de la variedad Bintje y se preparan contándolas en bastones de entre diez y trece milímetros y sometiéndolas a una doble fritura: seis minutos a 140 grados en aceite de girasol, un reposo de diez minutos y un segundo baño de tres minutos a 170 grados, para obtener ese resultado crujiente por fuera y blando por dentro que ha conquistado el mundo.
La entrada al museo de 14 euros por adultos y 8 por niño incluye una ración de despedida.