
(Fragmento)
Puesto que son mis obras, malas, buenas o regulares, las que me han traído aquí, a este recinto, me permitiré leer, de ellas, un fragmento que corresponde al capítulo titulado “Yo soy un hombre de letras” de Noticias del Imperio, en el que se habla del alfabeto de veintiocho letras de plata refulgente que le regala, al personaje del capítulo, su padre:
Con esas veintiocho letras —le dice al entregárselo— se fundan y se destruyen imperios y famas, [...] con ellas se escriben cartas de amor perfumadas con pachulí y se redactan, con sangre ajena, condenas de muerte. Con ellas yo no sé si Homero escribió la Odisea y Esopo sus Fábulas, porque los dos eran ciegos, pero alguien, de todos modos, las escribió. Con estas letras se hacen los periódicos y las leyes, con ellas se hicieron la Revolución francesa y nuestra Constitución y con ellas yo, tu padre, escribí con el seudónimo El Hijo del Águila mis ditirambos contra Hyppolyte du Pasquier de Dommartin, uno de los primeros cacos franceses de los tantos que, por Sonora y por su plata, le vendieron el alma al diablo. Con las letras se da vida a las causas y a los hombres, con ellas se les da muerte. Con ellas, acomodándolas unas veces en una forma y otras veces en otra, en grupos de dos, de cinco o de veinte, y luego poniéndolas en hilera, tú podrás ayudar, hijo, a escribir la Historia de nuestra Patria, así con mayúsculas, y escribirás tu propia historia para bien o para mal, para tu honor o tu vergüenza.
¿Somos entonces los poetas, los escritores, nada más que juntadores de palabras, palabras en hilera que se convierten en renglones, renglones que hacen párrafos, párrafos que llenan páginas, páginas que forman libros? Parecería que sí, si pensamos, como Mallarmé, que la poesía no es cuestión de ideas, sino de palabras. O si asumimos, sin preguntarnos qué significa —porque no tendría sentido hacerlo—, la poesía automática de Hans Arp o de Philippe Soupault, y en qué, en dónde, radica su singular belleza.
Parecería que no, si coincidimos con Ernesto Sábato, quien nos dice que uno de los problemas capitales del escritor es la tentación de juntar palabras para hacer una obra, y cita a Claudel: “no fueron las palabras las que hicieron la Odisea, sino la Odisea la que hizo las palabras...”.
En el primero de los casos, como simples juntadores de letras, sílabas y palabras, y en tanto lo escrito alcance —como resultado del fluir de un desbocado subconsciente—, esa insignificante, sí, pero no vana, ni pequeña, ni pueril belleza, seremos capaces, todavía, de hacer el amor con un cadáver exquisito. Capaces también de disfrutar los misterios y las sorpresas de la creación clónica, presuntamente inmaculada y virgen, de Raymond Roussel. O de contestarle a Romeo como lo hizo su amigo Mercucio cuando el Montesco le dijo: “¡Silencio, silencio, Mercucio, silencio! Estás hablando de nada” y el aludido respondió: “Es verdad, hablo de sueños”.
Pero, decir que la Odisea hizo las palabras, ¿acaso no equivaldría a afirmar que no hay, que no hubo, que no habrá sino una sola forma, un solo conjunto de palabras que la hizo posible, y que esa forma, ese conjunto, fueron descubiertos por Homero, desde entonces su único dueño? Veinte siglos después, sin embargo, Raymond Queneau nos enseñó, en sus Ejercicios de estilo, que las formas de contar una misma historia son innumerables, quizás infinitas, si bien en todos los casos, sin excepción, la atmósfera y el carácter de cada versión son distintos. Es así como existe, en potencia, cualquier cantidad imaginable de formas de volver a contar la Odisea. Es decir, el exilio y las aventuras de Ulises. De hecho, todas, incluso la Odisea inconclusa y la Odisea parodia de sí misma, todas las Odiseas palpitan, en espera de conocer la luz, en el vientre de la Biblioteca de Babel. Lo que no es posible es volverla a contar como lo hizo el poeta griego. Porque él la contó con sus palabras, y nada más que con sus palabras. Se necesitaría otro Pierre Menard para repetir, en realidad para calcar y llevar a cabo, semejante odisea.
Estar consciente, saber que con esas mismas escasas, escasísimas, letras del alfabeto, no sólo la ficción puede tomar infinitas formas: también el discurso, el discurso no tanto como acto de la facultad discursiva, sino como simple serie de palabras y frases destinadas a manifestar los pensamientos y los sentimientos de alguien —por ejemplo, los míos—, en determinadas circunstancias —éstas, por ejemplo—, representó para mí, durante largas semanas, un obstáculo que conjugaba características contrarias: la altura del muro, la hondura del abismo. No todos los días se ingresa a El Colegio Nacional. No todos los días se acepta y se ejerce la obligación, que a su vez conjuga el placer y el desasosiego, de agradecer, en público, a tan ilustres amigos, a tan insignes compatriotas: científicos, intelectuales, filósofos, poetas, la generosa invitación a acompañarlos en un breve tránsito por la fama, a bordo de una nave en la que también viajan tan esclarecidos fantasmas. No todos los días se tiene un foro de la altura de éste, en el que parecería que, con un poco de suerte y algo de audacia, podríamos arrancarle a la epopeya un gajo.
Los extremos de los milagros y las realidades de la creación literaria —supuestos y alados los primeros, sólidas y pedestres las segundas—: por un lado, el espíritu —o genio, o portento— que le dicta sus obras al poeta, “lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro —nos dice Juan José Arreola—. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiente”: dictado, revelación que hace del escritor un profeta, un emisario, un médium, un portador del evangelio, y, por el otro, el escritor sordo a los cantos de la divinidad, ciego a los prodigios con los que quisiera obsequiarlo el mensajero, el escritor cuya boca habla sólo por sí misma y que, como el albañil, edifica su casa piedra sobre piedra, palabra sobre palabra: son esos extremos los que de alguna o varias maneras me orientaron en la azarosa tarea de escribir un discurso del que si antes existían, no sólo en la Biblioteca de Babel, sino en las profundidades de mi pensamiento, una infinitud de mil comienzos distintos, de mil distintas versiones, de mil finales, hoy sólo existe una única y huérfana versión que deberá bastarse por sí sola: ésta. Del resto no quedan ya ni las sombras. Lo que no quiere decir necesariamente que esta versión, por artificiosa y retórica que parezca, esté alejada de mis verdaderos sentimientos, pues la verdad, como decía Machado, también se inventa.
En otras palabras, el hecho de meditar en esos y otros extremos, como en la fortuna y el infortunio del poeta, en su triunfo y su fracaso, en su elevación y su caída, en su exaltación y su descrédito, en su divinización y condena, fue el que me condujo, el que me llevará, espero, hasta una salida que presumo airosa, por ese laberinto de posibilidades, por ese bosque enmarañado de disyuntivas, por los que transité, por los que aún tránsito, en equilibrio a duras penas, como el alambrista, entre otros contrarios que también le son al poeta familiares: la claridad y el caos, la plenitud y la vaciedad, la gravedad y la ligereza, la formalidad y el juego, la verdad y la mentira, lo sublime y lo ridículo.
