
Es similar a rebanar un molusco, algo más complicado porque está vivo y el corte se hace dentro de una cavidad estrecha. Anoté, para la próxima vez, usar una hoja más larga y afilada hasta la punta. Como sea, el Chacal ha pedido la lengua.
Cuando le sacamos del auto, sin anteojos y cegado por la sangre caudalosa que le brotaba de la frente luego del choque, llegué a preguntarme si no era esta una injusticia, si acaso este leguleyo no obraba sino desde la virtud y con auténtico fervor patriótico, creí por asumo de unos minutos que quizá la vía revolucionaria debía transmutar finalmente en la tinta, pero la pensadera me duró poco, al final no es más que un político, acostumbrado virar en función de los vientos dominantes, como albatros oportunista sin más lealtad que la propia, navegando entre corrientes. Hombres como él nunca me contemplaron en sus proyectos, mis hermanos murieron por cagatintas como ellos, encatrinados que no reparan en quienes hemos puesto el cuerpo y pagado con carne por los lujos a los que aspiran los de su clase, el Chacal reconoce lo que valgo, además, el que obedece no se equivoca.
—¡Monasterio!— escuché a lo lejos—. Un hoyo profundo para este par— comandó la voz.
***
—Para que esta Honorable Cámara pueda ratificar el ascenso favorable de un militar, se necesita que los servicios prestados por él sean útiles y beneficiosos a la Patria. Doy mi voto reprobatorio para el dictamen— dijo al ponerse de pie un médico recién llegado al curul en representación del estado de Chiapas. —Pregunto a ustedes, ¿Qué de honorable tiene, para quien juró defender el orden constitucional y al ejecutivo, traicionar la confianza en él vertida y hundir sin piedad un puñal golpista? ¿En qué la Patria se beneficia de tal accionar?— interrogó el senador Belisario Domínguez. —Están hablando de yacer dóciles debajo de quien cedió a un impulso egoísta que costará a la nación diez años más de sangre y venganzas.
Tras la dura retórica del chiapaneco, el recinto enmudeció, una densa atmósfera de panóptico llenó cada recoveco y la paranoia reprimió cualquier gesto de aprobación entre los políticos.
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—Gabriel Huerta le espera en su despacho inspector Chávez— advirtió mi secretaria apenas crucé el umbral de la oficina.
—¿Qué hace el jefe de la Reservada aquí?— contesté a la incómoda mujer que me sacaba el abrigo y colgaba mi sombrero en el perchero junto a la puerta. La mujer se limitó a encorvarse en ademán de desinterés y resuelta ignorancia, como de quien no desea enterarse de absolutamente nada.
Exhalé con resignación y tomé con fuerza la manija, entré.
Huerta se hallaba desparramado en el sofá frente al escritorio, de espaldas a la puerta y cruzado de piernas, el jefe policiaco más temido de la ciudad mantenía el brazo izquierdo apoyado, cuan largo era, sobre el respaldo del sillón, mientras que la diestra yacía en el descansabrazos llevando entre el índice y el dedo medio un humeante cigarrillo. Sin voltear a verme y contemplando la consumición del pitillo, Huerta exclamó:
—¡Inspector, qué gusto que haya llegado! Comenzaba a quedarme sin parque— soltó una risotada mientras me mostraba el cigarro casi muerto.
Pude notar el sarcasmo en su tono, él sabe muy bien que no lo tolero, no comulgo con sus métodos y su ascenso, devenido de un Golpe de Estado, me parece despreciable.
—Qué sorpresa encontrarle aquí, Jefe. Dígame, en qué puede ayudarle la policía capitalina— respondí hasta haberme sentado frente al escritorio, de cara a Huerta.
El Jefe descolgó el brazo izquierdo para sacar del portafolio sobre su vientre algunos sobres de papel, luego de extraerlos los lanzó hacia el escritorio, después me hizo un ademán con la mano derecha, indicando que los ojeara. Procedí a hacerlo.
En el interior había algunos panfletos impresos, sin rastros de la casa impresora ni emblemas, el contenido era incendiario, valiente y osado, la prosa criticaba duramente al Chacal y a su bola. Recuerdo algunos extractos: «¿Qué piden nuestros revolucionarios del norte? Una cosa muy sencilla, que tengan el rasgo de patriotismo de renunciar e irse del país cuatro personas: el general Victoriano Huerta, Manuel Mondragón, Aureliano Blanquet y Félix Díaz, por ser un gobierno de asesinos…». En serio hice un esfuerzo enorme por no sonreír, seguí husmeando el sobre. Encontré una foto de un hombre de bigote afrancesado, muy similar al del finado Madero.
—¿Quién es él?— interrogué a Huerta.
—El autor de esas estupideces que acaba usted de leer, inspector. Y así como usted, le han leído cientos de gentes ya. ¿Se imagina el daño que tales dichos pueden hacer al país? El señor presidente de la república está haciendo todo lo posible por pacificar el país y a este senador se le ocurre abrir el hocico para desbarrar contra el general.
—Entonces es senador…— interrumpí al Jefe, quien inmediatamente me devolvió el favor con un — ¡Por eso es usted inspector chingao!— de nuevo el pinche sarcasmo.
—Como sea, se llama Belisario Domínguez— continuó Huerta. — Lleva casi una semana hablando pendejadas en el Senado, nada complicado de contener, los pobres trajeados esos están aterrados, casi ni le dan réplica, algunos le han impedido tomar la tribuna, pero ya empieza a salirse del huacal, consiguió que algún impresor le hiciera los volantes y los andan repartiendo por toda la ciudad. ¡Maldito revoltoso!
—Bueno, entiendo el inconveniente Jefe, pero seguramente sabe que no lo puedo detener— le dije.
—Lo que el presidente necesita de usted, inspector, es que someta a este tipo a estrecha vigilancia, queremos saber dónde se hospeda, qué lugares frecuenta, a quién ve y, si encuentra detalles puercos, mejor. Me tomé la libertad de seleccionar a un agente para la ocasión, se apellida Ziara. Es un tipo discreto, de la Reservada sí, pero estará a su entera disposición, él le reportará a usted y usted a nosotros— explicó Huerta no sin condescendencia.
—¿Por qué no se encarga de esto la Reservada? Se trata de un enemigo del general Huerta, no es jurisdicción de la policía, no hasta que se cometa algún delito, y abrir la boca no tipifica como tal, al menos no todavía— lancé como dardo al Jefe, quien para ese momento ya había extinguido el cigarrillo y se disponía marcharse. Mientras se ponía de pie y abotonaba el saco, me dijo:
—Son enemigos de todos, inspector…— pausó meditabundo. — No debería ponerle sobre aviso, pero considérelo una cortesía, reconozco que es un buen policía. Resulta que el señor presidente está dispuesto a… perdonar lealtades pasadas y a considerarlas un tema institucional y no personal. ¿Entiende? Créame, le conviene obedecer— sentenció previo al portazo.
“Un buen policía”, ¿Qué será para Gabriel Huerta un buen policía? Pensé.
***
Sobra decir que Ziara actuaba por cuenta propia, aunque telefoneaba con regularidad para reportar los movimientos del senador, la información ya había sido filtrada por Gabriel Huerta y el general Quiroz, jefe de la gendarmería de a pie y yerno del Chacal.
Que me tomaran por estúpido no me molestaba en realidad, incluso noté que me pusieron una chinche, un tipo corpulento de unos 40 años, de cejas densas y rostro cacarizo, diría que mulato y de cabello crespo, daba una fuerte impresión de matón por más que se esforzaran en disimularlo con buena ropa, descubrí por contactos en la penitenciaría que respondía al nombre de Santiago Monasterio, campeón de boxeo que estuvo preso por un doble asesinato hasta que el huertismo le sacó de la mazmorra. Desafortunadamente, mi pasividad se fue al traste cuando Ziara dio con el impresor que se encargaba de diseminar la palabra de Domínguez, cuando el agente me dio razón de su paradero le indiqué que lo derivara a mi oficina para impedir que los huertistas le sacaran el alma a golpes. Acto seguido, recibí una llamada del general Quiroz:
—Inspector Chávez, Ziara reportó el hallazgo del impresor, sepa que será trasladado a las instalaciones de la Reservada— recitó el gendarme casi sin respirar.
—De ninguna manera general, él se encuentra bajo mi jurisdicción, la fiscalía le formulará cargos por difamación…— le dije tratando de disimular que fue lo primero que se me ocurrió.
—El tipo es un anarquista, es asunto de Estado—. Colgó.
Tras soltar la bocina salí pitando de la oficina, me hice acompañar de un par de agentes, tomé el MAN 1909 aparcado al frente de la comisaría y fijé rumbo a la imprenta con intenciones de interceptar a los esbirros de Quiroz, pero no llegué a tiempo. El local estaba destrozado y los curiosos me informaron que un grupo de hombres había entrado para llevarse a fuerza de culatazos al dependiente, no sin antes quemarle el local. Mientras me lamentaba entre la muchedumbre y calculaba mis siguientes movimientos volví grupas hacia el auto y vi claramente a Monasterio, “¡Carajo!”, pensé. Me había olvidado completamente de mi sombra. A la mañana siguiente uno de mis oficiales halló el cadáver del impresor por el rumbo de la Merced, maniatado y con evidentes signos de tortura.
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—La Representación Nacional debe deponer de la presidencia de la república a Victoriano Huerta, por ser él contra quien protestan todos nuestros alzados en armas, por ser quien menos puede llevar a efecto la pacificación—, bramó a finales de septiembre el senador Belisario Domínguez durante otra acalorada jornada de oratoria sobre la tribuna.
«¿Dejarán, por temor a la muerte, que continúe en el poder?», leí en un rayón a un costado de Palacio Nacional esa misma tarde. Temí en ese momento por la vida de este loco, la horda de Huerta mantenía vigiladas las imprentas y ya toda la ciudad sabía que Domínguez dormía en el Hotel del Jardín, en la esquina de Independencia y San Juan de Letrán, edificio sitiado ya por la Reservada.
Para entonces Ziara y Monasterio habían informado a Gabriel Huerta y a Quiroz de mi intento por salvar al impresor, y habían detectado ya a mis agentes apostados en las cercanías del hotel. Supe bien que la providencial oportunidad de probarme leal al régimen había expirado y aguardaba una bala para mí también, aún así trataría de salvar al senador.
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Luego de casi diez días de impasse, tres fuertes golpes forzaron el cerrojo de una habitación durante la madrugada, cuatro hombres armados entraron en desorden y un hombre asustado salió del cuarto de baño, con el mentón y las mejillas untados en espuma para afeitar, navaja en mano, pretendió encarar a los intrusos hasta que, sobre el marco de la puerta y a espaldas del cuarteto de agentes, un estoico Belisario Domínguez reclamó la atención de todos.
—Me parece señores, que han errado de habitación— explicó el senador mientras posaba la mano derecha sobre la manija y la izquierda en el bolsillo del pantalón.
—¡Deténgase ahí!— ladró el agente Ziara.
—Está usted detenido— agregó Monasterio.
—Estoy a su disposición, solo les pido que tengan la bondad de permitirme portar un abrigo, ya es octubre allá afuera— solicitó el senador señalando en dirección a su habitación.
De modo que los policías escoltaron al preso dos puertas a la derecha.
—Le manda llamar el general— explicó uno de los matones, de nombre Gilberto Márquez, Jefe Segundo de la Reservada.
—¿Qué general? ¿Victoriano Huerta? Yo no deseo hablar con un bandolero— respondió el senador mientras se acomodaba el saco, y agregó:
—Sé que me van a matar, a ustedes los perdono. Solo obedecen, cumplen un deber. No obstante, deben saber que si cien vidas tuviera, igual las daría por la causa. ¿Nos vamos?
***
El teléfono reventó el silencio en el despacho del inspector Chávez, desde la recepción del Hotel Jardín, uno de sus informantes le comunicaba que cuatro hombres habrían entrado recién para llevarse al senador a Dios sabe dónde. “Dos autos aguardaban afuera y partieron apenas, sin que se sepa en cuál iba Domínguez”, se escuchó tras la bocina.
El inspector tomó rumbo al centro de la ciudad e interceptó a los dos autos sobre la Calzada de Tlalpan, a la altura del Hospicio para Pobres y al cruce con Río de la Piedad. Sin visual de en qué vehículo se hallaba el senador, Chávez emparejó y abrió fuego en contra del auto a la vanguardia para forzar a ambos a detenerse, el segundo respondió desde atrás, mientras que la punta, con tan solo dos ocupantes, zigzagueaba con plomo entre las llantas del tren delantero, el auto chocó finalmente sobre el camellón a la izquierda.
Los dos hombres del auto siniestrado eran Gabriel Huerta y el general Quiroz, salieron del cacharro a trompicones y pegando tiros, obligando al inspector a bajar de su montura y parapetarse sobre la lámina, al tiempo que los agentes del segundo motor cubrían el repliegue de los mandos y les metían al vehículo restante para huir de nueva cuenta. Chávez, con un tiro encarnado en el hombro derecho, continuó la persecución con rumbo a Coyoacán.
—¡Bájame aquí!— chilló Ziara desde el interior del auto y una vez que el escuadrón de asesinos hubo aventajado a Chávez por unos cuantos segundos. —Voy a esperar al maldito.
El agente al volante disminuyó la velocidad y Ziara saltó.
—¡Llega a Xoco! Y tráelo— le ordenó Huerta.
***
A orillas del panteón de Coyoacán los agentes huertistas martirizaron a Domínguez. Monasterio molió a golpes al senador, que apenas podía exhalar sin expulsar flema sanguinolenta. Al poco rato llegó Ziara, malherido, con dos balas rozantes a cuestas y el cadáver de Chávez a rastras, contando el inspector con un tiro más que le habría destrozado el esternón y uno por piedad en la sien izquierda.
“Que la patria futura se sirva bien de mi muerte”, rezaron las últimas palabras del senador Belisario Domínguez antes de perder la lengua y yacer acribillado en terroso lecho con Chávez como último paladín de la legalidad.
Vaciaron los bolsillos de ambos, se repartieron aquello de valor y quemaron las ropas con petróleo.
Los del Chacal callaron la voz, pero no la virtud.
