

Este año se cumple el centenario de Rosario Castellanos (1925-1974) y el octagesimo aniversario de la obtención de Premio Nobel por parte de Gabriela Mistral (1945). Para celebrarlos, como parte de una investigación en marcha sobre el segundo periplo de Gabriela Mistral en México, de 1948 a 1950, gloso una emocionada carta que Castellanos y Dolores Castro escribieron a la chilena, quien dejó profundas huellas entre las escritoras, en particular, y entre los intelectuales mexicanos, en general. Regresaba al país que, en 1922, la había acogido como punta de lanza en el proyecto educativo de José Vasconcelos, flamante responsable de la Secretaría de Educación. Para 1948, llegaba con el prestigio de haber obtenido el Premio Nobel de Literatura en 1945, como la primera persona hispanoamericana en recibirlo. Poco se sabe sobre este episodio que examino ahora, acaso porque la autora de Tala se confinó mayormente en el temperamental clima veracruzano, entre Fortín de Las Flores, Jalapa y el puerto jarocho, ya en su función de cónsul de Chile en Veracruz. Estuvo alojada ni más ni menos que en El Encero, la antigua hacienda de Su Alteza Serenísima. Al parecer, Mistral padecía alguna afección de salud y, quizá por la bondad del clima y la lejanía del bullicio capitalino, se instaló en el puerto por el que había entrado dos décadas antes. A las tres sedes del cuartel mistraliano, arribaron porsonalidades del campo cultural mexicano, en especial mujeres que la veían como un modelo y quienes congeniaban con su radicalizada visión religiosa. En orden de importancia, estaban Palma Guillén y Margarita Michelena; luego, Pita Amor y Emma Godoy; finalmente, unas recién llegadas a la República de las Letras: Castellanos y Castro.
A diferencia de Amalia de Castillo Ledón, Esperanza Cruz, Emma Godoy o Sofía del Valle, que visitaron a Mistral por la recomedación de su tocayo Méndez Plancarte y en comisión del grupo Ábside, o Pellicer y los mismos hermanos Méndez Plancarte que llegaron por derecho propio, el contacto entre Mistral y Castellanos parece haber sido algo fortuito, un accidente de la vida, con algún malentendido de por medio. Así lo deja entrever la carta (hasta ahora desconocida), fechada el 3 de mayo de 1949 que, a cuatro manos, Rosario y Dolores escribieron a su vuelta de Jalapa. El texto, sin embago, tiene toda la traza del estilo de Castellanos. La visita sería contemporánea a las gestiones de Mistral y Michelena por colocar una antología de poetas mexicanas en el mercado editorial de Sudamérica. Dicha misiva tiene un arranque similar al de la primera que Castellanos dirigió a Efrén Hernández, donde se disculpan por el vocativo, “Querida Gabriela”: “Nos dispensará usted que la llamemos así sin que nos haya autorizado para ello pero si hemos de ser sinceras no podemos darle otro nombre”. Además de agradecer la hospitalidad, ellas expresan por escrito lo que no pudieron decir de viva voz. Por ejemplo, cómo desde hacía un lustro habían leído devotamente Desolación, así como una indoblegale fidelidad a su obra: declaran que vuelven a ella como a la Biblia, pues “en ninguna poesía hemos bebido con tanto fervor como en la suya y ninguna ha aplacado de manera tan noble nuestra sed”.
Luego pasan a dar sentido a la experiencia de haberla conocido personalmente: sobre cómo el mito se volvió realidad y a pedir por que la inmortalidad no sea mezquina con su anfitriona: “personas como usted no pueden morir, tienen que salvarse, tiene que haber otra vida para ellas, otra vida más digna de ellas y no ésta estúpida y absurda de la que nos avergonzamos desde que hemos hablado con usted”. Al final de la carta, mencionan a “alguien peligrosamente loco”, quien habría fraguado motu proprio “la engañosa invitación” para que las inseparables amigas fueran a Jalapa: una misteriosa María Teresa que resulta difícil de identificar; al parecer, ésta tenía el oficio de cuidar a Gabriela. Castellanos y Castro, por ello, solicitan que no se les relacione con esa mujer que, si bien provocó el encuentro —en su doble acepción— con Mistral, no tendría nada que ver con ellas. Una declaración, no obstante, quedará como estigma en la vida de Rosario: “La hemos visto como un ejemplo, pero no sabemos todavía cómo seguirlo”. Esta impronta será objeto de reflexión durante el viaje de Castellanos por Europa (1950-1951) donde, por cierto, visitará a la entonces cónsul de Chile en Génova, a mediados de agosto de 1951.
A propósito del reencuentro con Mistral en Italia, Castellanos hace un detallado inventario en su correspondencia con Ricardo Guerra. Primero, el 31 de enero comenta: “he sabido, por el periódico, que [Gabriela] se encuentra ahora en Italia, que es ahora Cónsul de Chile en Génova […] Lástima que no se quedara en México. Lástima para México, desde luego”. Cuando el plan se concreta, varios meses después, Castellanos describe su itinerario por el sur de la penísula itálica: “Hemos estado en Ventimiglia, en Génova, en Rapallo, en Pisa, Roma y, desde hace una semana, en Nápoles. A pesar de que es aquí donde hemos permanecido más tiempo es lo que peor hemos conocido. Pues está aquí Gala Mistral y nos pasamos escuchándola todo el día. Yo estoy feliz de ver hasta qué grado, en teoría coincido con la suya”.
Termino con una anécdota derivada de la estancia de Mistral en México a mediados del siglo pasado: de regreso de Europa, Castellanos escribe la que será su única obra de teatro: Tablero de damas, donde parodia una especie de cónclave de poetas mexicanas en un hotel de Acapulco. Las caracterizaciones, adecuadas a la trama policial que urden las mujeres a lo largo de tres actos (y no uno, como se anuncia), dejan entrever rasgos de Gabriela Mistral (Matilde Casanova), Doris Dana (Victoria Benavides), Rosario Castellanos (Aurora Ríos), Dolores Castro (Patricia Mendoza); Pita Amor, Margarita Michelena y Emma Godoy parecen estar detrás de Esperanza Guzmán, Teresa de Vázquez Gómez y Eunice Álamos. Aun cuando a mi juicio Tablero de damas representa un homenaje a la autoridad de Mistral y su círculo de émulas mexicanas, Castellanos se arrepintió de haber entregado el manuscrito a los editores de América con el ptretexto de que “está mal escrita”; además, continúa Lolita como emisaria de Chayo, “el parentesco psicológico de algunos de sus personajes con otros de nuestra vida cultural puede dar lugar a molestias ajenas y malas interpretaciones”. No obstante el ruego, Efrén Hernández y Marco Antonio Millán terminan publicando la farsa policial en el número 78 de América en marzo de 1953, con el riesgo de peder la simpatía rosarina, porque “si tanto nos hacemos acreedores a su disgusto por inobediencia, deba saber nuestra querida amiga que lo decidido significa más que falta, indudable demasía de aprecio”. Al parecer, Rosario quedó dolida con los editores y no volvió a colaborar más con América, donde compartió planas con todas la damas del tablero.
*El Colegio de San Luis, A. C.