
Compartimos un fragmento del libro Conquista y contraconquista: los recursos del idioma (El Colegio Nacional-UNAM, 2024), de Juan Villoro, quien inaugurará su nuevo ciclo El desafío del otro. Náufragos, exiliados y migrantes en la literatura. La cita es mañana, a las 18 h, en El Colegio Nacional (Donceles 104, Centro Histórico, CDMX).
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La conquista de México representó, entre otras cosas, una batalla por el idioma. Los viajes de descubrimiento coincidieron con un nuevo uso de la filología, impulsado por el extraordinario erudito Antonio de Nebrija, judío converso que redefinió la lengua castellana en el siglo XV.
Nada más injusto que exigir a figuras de otros tiempos que respondan a los códigos morales que hoy nos parecen adecuados y que, inevitablemente, serán sustituidos por otros. Vistos desde el presente, los genios pretéritos siempre son irresponsables.
Hombre de su siglo, Nebrija se formó en aulas eclesiásticas. Estudió teología en Bolonia y se adentró en el surtido de ciencias y humanidades que propiciaría el Renacimiento; fue un consumado latinista y dominó el griego y el hebreo. Hacia el final de su vida, cuando ya no contaba con la protección de la reina Isabel, su afán por corregir las traducciones de la Biblia hizo que la Inquisición sospechara que deseaba alterar las Escrituras. No pisó la cárcel, pero fue investigado, lo cual aumentó su prestigio póstumo.
En el prólogo a su Gramática, dirigido a la reina Isabel, Nebrija señala que “la lengua siempre fue compañera del imperio”. Buscaba el apoyo de la Corona para realizar su empresa y propuso que la Conquista fuera entendida como una empresa idiomática: los letrados promoverían en nuevas tierras el español correcto, nítido espejo de la corte.
La cronología unió en forma definitiva la navegación y las letras: la Gramática castellana se acabó de imprimir en Salamanca el 18 de agosto de 1492, quince días después del desembarco de Colón en Santo Domingo.
De acuerdo con Iván Illich, en el siglo XV la lengua pierde su condición vernácula; deja de ser un recurso que se aprende en casa o en la aldea y se convierte en una materia que requiere de escolaridad. La gramática establece una norma inédita hasta entonces; determina si se habla bien o mal. Al adquirir reglas precisas, el idioma refuerza su función de dominio, pues establece jerarquías entre quienes se sirven correcta o incorrectamente de él. Meter en cintura a las palabras permite meter en cintura a los demás.
“Hasta hoy esta lengua nuestra es todavía vagabunda e indisciplinada”, escribe Nebrija, y agrega: “Decidí transformar el habla castellana en un instrumento, de tal suerte que lo que en adelante se escriba en esta lengua pueda tener un solo y único tenor para todos los tiempos por venir”. Contar con un idioma homologado favorece la comunicación y consolida la tradición: fija el lenguaje para “los tiempos por venir”.
Nebrija tenía trece años cuando apareció el gran invento del siglo XV: la imprenta de tipos móviles. El futuro humanista creció mientras las ediciones se volvían progresivamente populares. Aunque la mayoría de los libros eran publicados en latín, también prosperaban las variaciones dialectales de las lenguas romances. La “galaxia de Gutenberg” parecía encaminarse a una babélica confusión de las palabras. Con el fin de evitar ese posible desconcierto, Nebrija propuso una lengua unificada. Su idea resultaba no sólo novedosa sino transgresora, pues se refería a una lengua viva. Para Dante, Petrarca o Boccaccio, aprender un idioma conforme a reglas significaba aprender una lengua muerta, como el latín o el griego clásico. El habla viva dependía de la costumbre. Por ese motivo, la reina Isabel desconfió de la propuesta del gramático. En su biografía de Nebrija, José Antonio Millán escribe: “La reina se preguntaría para qué sirve la gramática de una lengua que se aprende sola”.
Los servicios del gramático mostrarían su utilidad con el correr del tiempo. Al coincidir con la Conquista, la nueva filología contribuyó a una estrategia de dominio. Illich escribe al respecto:
El primer especialista moderno del lenguaje aconseja a la Corona hacer del habla y de la existencia de la gente herramientas del Estado y de sus objetivos […]. He aquí por primera vez la aparición del ciudadano moderno y de su lengua suministrada por el Estado; uno y otra no tienen precedentes en la historia.
Ángel Rama estudió la construcción intelectual de América Latina en su obra canónica La ciudad letrada. En el siglo XVI, el lenguaje impuso un orden social inédito. Ángel Rama escribe al respecto:
En el centro de toda ciudad, según diversos grados que alcanzaban su plenitud en las capitales virreinales, hubo una ciudad letrada que componía el anillo protector del poder y el ejecutor de sus órdenes: Una pléyade de religiosos, administradores, educadores, profesionales, escritores y múltiples servidores intelectuales, todos esos que manejaban la pluma, estaban estrechamente asociados con las funciones del poder y componían lo que Georg Friederici ha visto como un país modelo de funcionariado y de burocracia.
El despliegue de archivos y documentos destinados a regular las actividades del imperio hubiera sido imposible sin los usos de la gramática.
Por su parte, Roberto González Echevarría señala que los documentos legales no sólo contribuyeron a la hegemonía colonial, sino que sentaron las bases de una narrativa, derivada, en buen grado, de disputas y alegatos jurídicos. La literatura latinoamericana construiría un archivo alterno para explicar lo real a partir de una nueva legalidad. Liberarse del discurso impuesto implica construir otro discurso. No es casual que en Cien años de soledad todo derive de un libro que funge como depósito y generador de la realidad: la historia que leemos ya estaba escrita; cambiar exige corregir el texto fundacional o abandonar sus páginas. Como ciertas cosmogonías prehispánicas, el libro de Macondo prefiguraba su propia destrucción; la “autoría” de García Márquez consiste en revelar su contenido.
La Conquista no sólo se libró en los campos de batalla; también fue una operación narrativa. Según ha recordado Federico Navarrete, los españoles conformaban el uno por ciento de los ejércitos que tomaron Tenochtitlan. La historia podría haber tenido un desenlace diferente en caso de que los pueblos que lucharon contra los aztecas, y que se llamaban a sí mismos “indios conquistadores”, hubieran tenido mayor protagonismo político.
El triunfo español dependió en buena medida de la lucha por las palabras y la construcción de una narrativa que acreditara a los vencedores. Poco a poco se consolidó un discurso unitario para justificar la gesta y reclamar las correspondientes recompensas. Tanto las Cartas de relación, de Hernán Cortés, como la Historia general de las Indias. Tomo II. Conquista de Méjico, de Francisco López de Gómara, y la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo, surgen de ese cometido. Las crónicas se convierten en reclamación de méritos. No es difícil advertir en ellas la importancia política del idioma.
Con excesiva frecuencia, las ideas prehispánicas se asimilan a lo mágico, lo religioso, lo trascendental, dejando que sea Occidente quien disponga del acervo de lo racional, lo empírico, lo pragmático. Sin embargo, estudios hechos en Brasil, Perú, México y otros territorios comienzan a desmontar esta dicotomía. En la zona arqueológica de Palenque, el Templo de las Inscripciones se alza como un libro en piedra que narra, simultáneamente, profecías que se refieren a una concepción cosmológica del tiempo y sucesos históricos que explican de manera fáctica y puntual...
