Cultura

Con motivo del cierre del ciclo El desafío del otro...“, El Colegio Nacional nos comparte un fragmento del discurso de ingreso del escritor

“Históricas pequeñeces. Variantes narrativas en Ramón López Velarde”, de Juan Villoro

Juan Villoro El escritor y miembro de ECN, Juan Villoro, encabezó el ciclo "El desafío del otro. Náufragos, exiliados y migrantes en la literatura". (ECN)

Un clásico revisitado

Muerto a los treinta y tres años, Ramón López Velarde ingresó de inmediato en la leyenda. José Vasconcelos, ministro de Educación, editó sesenta mil ejemplares de la revista El Maestro con su poema “La suave Patria” y el presidente Álvaro Obregón decretó tres días de luto cívico.

No hay nada más equívoco que un “poeta nacional”, como se ha llamado a López Velarde. Nadie puede suplantar con sus versos a un país. El autor de La sangre devota ha contado con el dudoso privilegio de representar las esquivas esencias vernáculas. También ha sido el poeta más y mejor leído de México, de la temprana interpretación de Xavier Villaurrutia a las rigurosas ediciones preparadas por José Luis Martínez, pasando por los ensayos decisivos de Allen W. Phillips, Martha Canfield, Octavio Paz, Gabriel Zaid y José Emilio Pacheco. Autores de mi generación o cercanos a ella, como Luis Miguel Aguilar, Marco Antonio Campos, Guillermo Sheridan, David Huerta, Gonzalo Celorio, Vicente Quirarte, Víctor Manuel Mendiola y Eduardo Hurtado, han contribuido a mantener viva la flama de su poesía.

En 1946 afirmaba José Luis Martínez: “Todos coincidimos, caso excepcional en este país de díscolos, en la preferencia, en la adhesión y en el amor por la poesía y la prosa de López Velarde”.

Desde entonces nada ha escapado a la pericia crítica. Se han discutido minucias como la referencia al “ala de mosca”, tela translúcida ideal para el truco poético de ocultar y revelar un cuerpo, y sus influencias han sido aclaradas; nuestro poeta desciende de Góngora, Valle-Inclán, Nervo, Laforgue, Lugones, Othón, Rodenbach y Baudelaire. En un brillante ensayo, el escritor potosino Luis Noyola Vázquez esclareció las deudas de López Velarde con el español Andrés González Blanco, que entendió la provincia como un sitio abandonado al que regresa la memoria adolorida:

aquella melancólica

capital de provincia

desoladamente burocrática.

En estos versos se insinúa la “tristeza reaccionaria” del poeta mexicano. Ramón Modesto López Velarde nació en Jerez, Zacatecas, en 1888. Alcanzó la madurez poética de 1908 a 1921, año de su muerte, lo cual significa que escribió durante la Revolución. Su acendrado catolicismo no le impidió colaborar con Francisco I. Madero. Esta militancia y su tardío poema “La suave Patria” permitieron que fuera visto como un autor “nacionalista” e incluso “revolucionario”. No faltó quien le atribuyera fragmentos del Plan de San Luis.

López Velarde creía, para decirlo con palabras de Enrique Krauze, en una “democracia sin adjetivos”. Apoyó a Madero, pero repudiaba la violencia y lanzó dardos contra Zapata.

En junio de 1914, una división villista mató a Inocencio López Velarde, tío del poeta y sacerdote en su bautizo. El asesinato reforzó su rechazo a la lucha armada. No sabemos cómo habría reaccionado ante la Guerra Cristera o ante el México jacobino y posrevolucionario.

En un ejercicio desmitificador, José Emilio Pacheco lo imagina favorecido por el presidente Miguel Alemán, quien fue su alumno en la preparatoria, ocupando cargos en la burocracia cultural, convertido en una parda gloria oficialista. En ese mundo paralelo fabulado por Pacheco, el poeta venerado es Pedro Requena Legarreta, quien murió a los veinticinco años y que hoy casi nadie recuerda. Ignoramos lo que López Velarde habría hecho para consolidar o entorpecer su trayectoria con una vida dilatada.

La posteridad está hecha de malentendidos y modifica la vida de sus favoritos. López Velarde es un personaje central del relato de la modernidad mexicana. Vivió en crisis con su país, pero su destino fue similar al de José Guadalupe Posada. El grabador murió en el anonimato, sin saber que era un artista. En forma póstuma, fue convertido en precursor de una revolución en la que no creía. Su talento para trazar cuadros de costumbres y sintonizar con el humor del pueblo hizo que, por extensión, se asumiera que militaba en causas progresistas. No fue así. Revolucionó el grabado sin compartir la ideología revolucionaria.

A diferencia de Posada, López Velarde sí fue maderista, pero no creyó en las promesas de los demás caudillos. Como ha señalado Gabriel Zaid, su nacionalismo es el del criollo que defiende la identidad amenazada por la influencia estadounidense. No busca el pintoresquismo ni la acorazada permanencia de la tradición. Su estilo para buscar lo propio es audaz. Zaid resume esta tensión con una frase maestra: en López Velarde encontramos “la mala conciencia originalísima que exalta los valores de una manera muy poco tradicional”. Al defender la costumbre, la transforma.

Octavio Paz precisó los límites del fervor patrio velardiano: “Su nacionalismo brota de su estética —y no a la inversa. Es parte de su amor a esa realidad que todos los días vemos con mirada desatenta y que espera unos ojos que la salven. Su nacionalismo es un descubrimiento”.

El cantor de “La suave Patria” recupera lo propio con el asombro sensorial de quien nunca lo ha visto. Como Quevedo, puede afirmar: “Nada me desengaña, el mundo me ha hechizado”.

Las discusiones en torno a los dos libros que publicó en vida (La sangre devota y Zozobra) y a sus tres libros póstumos (El son del corazón, El minutero y Don de febrero) han sido suficientes para mitificarlo y desmitificarlo. “El muchacho de Zacatecas nos plantea, dentro de sus diez años de ejercicio, más de mil referencias bibliográficas”, comentó Juan José Arreola.

De un poeta así queremos saberlo todo. Al respecto escribe Pacheco: “No nos basta con tus poemas: queremos entrar a saco en tus papeles privados, revisar tus sábanas, descubrir tus huellas digitales, exhumar tu cuenta bancaria (tú ni siquiera llegaste a tenerla), tu historia clínica”. Y remata: “Has caído en manos de la policía judicial literaria”.

Convertido en estatua, santo milagrero, calle y sitio web, López Velarde sirve de pretexto para que un tequila se llame Suave Patria y para que se bautice a las niñas con el nombre de Fuensanta, su inalcanzable musa. Mártir cristiano, héroe cívico leyenda digna de un corrido, el hombre que murió a la edad de Cristo se somete al fecundo placer de la lectura y a los equívocos de la adoración.

Por otra parte, se trata de un clásico “hacia dentro”, que rara vez rebasa nuestras fronteras. Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo lo admiraron; Guillermo Sucre, Martha Canfield y Allen W. Phillips le han dedicado páginas notables, y Samuel Beckett lo tradujo, pero no deja de ser un autor que apenas se conoce fuera del país.

La mejor semblanza que le dedica un extranjero es ficticia. Pablo Neruda inventó que había vivido en la casa de los López Velarde en Coyoacán:

todos los salones estaban invadidos de alacranes, se desprendían las vigas atacadas por eficaces insectos y se hundían las duelas de los suelos como si caminara por una selva humedecida […]. La casa fantasmal conservaba aún un retazo del antiguo parque, colosales palmeras y ahuehuetes, una piscina barroca, cuyas trizaduras no permitían más agua que la de la luna, y por todas partes estatuas de náyades del año 1910.

Cartelera de ECN Cierre de ciclo este martes.

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