Desde los primeros cassettes y las primeras pintas clandestinas hasta convertirse en referente del hip-hop mexicano, Skool 77 comprendió que la cultura no es tendencia: es una necesidad de existir. Con máscara de luchador y rimas ensangrentadas de cotidianidad, ha resistido a la industria, construyendo un camino donde la música se volvió una necesidad. Un destino.

Entre figuras de superhéroes de Marvel y DC y cómics apilados como trofeos en su estudio, Skool 77 acomoda su propio multiverso. No es casualidad: el rap, como los héroes que colecciona, siempre ha tenido que defender algo. En sus inicios, cuando apenas escribía sus primeras rimas y pisaba escenarios improvisados, lo que lo impulsaba no era la fama ni el futuro incierto de la industria, sino la urgencia de existir. “Fue la necesidad de decir: estoy aquí, quiero decir algo”, recuerda. No se trataba de iluminar al mundo, sino de gritar para que alguien lo escuchara.
El camino no comenzó con la solemnidad de un manifiesto social, más bien, con un golpe inesperado de la cultura popular. Una canción de Mellow Man Ace, “Mentirosa”, un spanglish descarnado y poco consciente, se convirtió en el portal hacia un mundo nuevo. A partir de ahí, Skool comenzó a cazar cassettes en los noventa, recolectando voces que parecían llegadas de otro planeta: Vico C, Rubén DJ. Cada verso se convertía en un espejo donde podía ensayar una identidad aún en construcción.
Mientras en México se colaban intentos tibios de rima disfrazados de pop, en Puerto Rico y Chile se estaba gestando una manera distinta de decir las cosas. “Acá lo que había me parecía más pop que rap, no era algo rapero”, confiesa. La autenticidad, ese instinto que lo acompañaría siempre, ya lo mantenía alerta incluso en la adolescencia.
Control Machete se cruzó pronto en el panorama, pero más como detonante que como reflejo. “Fue un parteaguas para muchos de nosotros”, admite, aunque nunca lo consideró del todo hip-hop como cultura. Lo veía como un proyecto poderoso, con raíces en el rock, nutrido por Cypress Hill, pero no necesariamente como parte del movimiento que él mismo intentaba encarnar desde las calles de Guadalajara.
El final de los noventa trajo aire nuevo. Entre beats de Illya Kuryaki and the Valderramas, Los Tetas y agrupaciones underground de Uruguay, apareció una chispa más cercana: Tiro de Gracia. Esa sonoridad sí le habló en clave hip-hop, sí lo convenció de que el rap en español podía ser algo más que imitación. “Al ver que estaba sonando todo esto, dijimos: podemos hacerlo, podemos llamar la atención y tal vez llegar a ser algo como ellos”.
El muchacho que buscaba su espacio en conciertos pequeños estaba sembrando sin saberlo la semilla de una carrera que acabaría transformando la escena mexicana. Lo que entonces era necesidad de presencia, con el tiempo se volvió misión cultural. Porque antes de ser el MC enmascarado, Skool 77 fue ese joven que se rebeló contra el silencio con la única arma que tenía: la palabra.
El espejo de la primera rima siempre devuelve un reflejo incómodo. Skool 77 lo sabe: el adolescente que escribía contra las drogas no es el mismo MC que hoy, con décadas a cuestas, se sienta frente al cuaderno buscando palabras que narren a un país entero. “Envenenas al barrio con tus porquerías, le vendes a los niños marihuana y pastillas”, escribió en sus inicios, convencido de que las rimas debían denunciar lo que le resultaba inaceptable. Nunca se sedujo por la marihuana, nunca por la línea blanca de la industria, nunca por la evasión fácil. Si otros colegas la hicieron parte de su identidad, él eligió la sobriedad como estandarte.
La voz mutó con los años. Hubo un Skool fiestero, entre beats y desvelos junto a Lethal Funky. Hubo un Skool guerrero, MC de batalla, decidido a ser el mejor frente a cualquier micrófono abierto. Después vino la madurez: el rap político, el discurso contra el racismo, las canciones como manifiestos. Hoy, en cambio, el personaje vive otra etapa: la de maestro involuntario. “Muchos te dicen que soy una leyenda… difícilmente me la creo”, confiesa, aunque sabe que su voz ya es referencia. Su pluma apunta ahora hacia el país: a contar México para el extranjero, a hacer de cada rima un mapa emocional, una radiografía sin adornos de lo que significa ser mexicano.
El camino nunca fue fácil. “Ha habido más decepciones o más fracasos que triunfos”, admite, pero aprendió a levantarse de cada caída con la terquedad de un luchador. Esa obstinación fue su escudo contra la renuncia. Si una crítica positiva, un mensaje inesperado o el coro de un público entero le devolvían energía, bastaba para seguir. La resistencia se convirtió en virtud, en sello, en tatuaje invisible.
El hip-hop mexicano que lo vio nacer estaba fragmentado en colectivos. Así llegaron las conexiones con Bocafloja, Akil Ammar, Ximbo, pequeños bloques de afinidad que tejieron otra red en la Ciudad de México, mientras otros apostaban por la fiesta y la rima ligera.

La vida detrás de la máscara también exige batallas invisibles. No son solo los conciertos ni las giras, también está el peso de ser padre, esposo, trabajador. Hubo un tiempo en que creyó que un empleo formal solucionaría el equilibrio, pero la música terminó imponiéndose como sostén. “Lo que hoy me mantiene a flote es el hip-hop, económicamente hablando, es mi principal entrada”, reconoce. A su familia le debe explicaciones constantes, ausencias de fines de semana, promesas de viajar menos que rara vez logra cumplir. Sin embargo, la comprensión llegó con los años: su hija más pequeña incluso sube ya al escenario con él y empieza a ensayar sus primeras rimas. El legado se convierte en herencia doméstica, no en discurso abstracto.
En un mundo saturado de rap malandro, de narrativas de excesos y balas, la voz de Skool 77 eligió otra ruta: la del amor, la justicia, el respeto y la paz. No siempre fue así. Como tantos adolescentes de los noventa, se dejó arrastrar por la fascinación del gangsta rap. Dr. Dre, Snoop Dogg, Tupac Shakur, Notorious B.I.G. fueron la banda sonora de sus inicios. Pero con el tiempo aprendió a escuchar otras resonancias. La lectura lo llevó a descubrir a Common, cuyas letras cargadas de reflexión social lo impactaron profundamente. “Nunca lo traté de emular, pero sí me gusta mucho lo que él hace”. A esa constelación de influencias se sumaron Dead Prez, Mos Def, Talib Kweli, MF Doom, mientras en español encontraba referentes distintos en Natch, El Chojin o Los Chikos del Maíz.
Cada disco nuevo era un recordatorio de que el rap podía ser algo más que violencia coreografiada: podía ser filosofía popular. Por eso hoy, cuando Skool se enfrenta a la página en blanco, a veces siente que ya lo dijo todo. Ha escrito contra la guerra, contra el racismo, sobre la fiesta y el barrio, sobre la familia y el país. Sin embargo, siempre aparece una chispa nueva. Su ambición actual no es conquistar a los raperos de siempre, sino abrir puertas hacia otros públicos: cantantes, músicos, oyentes ajenos al hip-hop. Convertir la rima en canción digerible sin perder la esencia.
Esa búsqueda lo llevó a uno de los episodios más inesperados de su carrera: la canción México, que se volvió viral hasta alcanzar a las plataformas de streaming y a una serie de Netflix. Lo que parecía un tema de colaboración se transformó en un fenómeno cultural. “Soy del país que no se raja, papá”, canta Stuarface en el inicio, con crudeza de calle, y la frase terminó tatuada en la memoria de miles de oyentes. Skool 77, más poético en su estilo, entendió que la fuerza de aquella línea radicaba en su simpleza. Lo que no imaginaba era la lección administrativa: gracias a tener sus derechos en regla, el tema siguió viajando solo, sumando reproducciones, colocándose en vitrinas que otras canciones nunca alcanzaron.
En ese eco masivo se reveló otra verdad: el rap, cuando habla desde el corazón del país, ya no es un nicho, sino un espejo colectivo. Skool 77 encontró una forma de que la máscara, las rimas y la historia de México se entrelazaran en una sola voz.
Entre máscaras, rimas y recuerdos, Skool revive uno de los momentos más intensos de su carrera: subirse a rapear en la Arena Coliseo de Guadalajara, frente a uno de sus ídolos de la lucha libre, El Satánico. Esa noche, su voz retumbó entre cuerdas y gritos, mezclando la tradición del ring con la insurgencia del hip-hop. Para él, haber cantado en vivo para un luchador que admiraba desde niño fue como cerrar un círculo: la cultura popular mexicana se trenzaba con el rap en un mismo escenario.
Pero la palabra que lo define no es nostalgia, sino revolución. La revolución, en boca de Skool, no suena a barricada ni a proclama abstracta, sino a un gesto cotidiano. “No ser indiferente”, dice, y en esa frase encapsula su resistencia. Ser revolucionario, para él, es negarse a normalizar la violencia que muchos glorifican en canciones, rechazar el culto al crimen organizado que convierte verdugos en héroes de barrio. Es no tirar basura, no transar, no pagar mordidas, no aprovecharse del otro. “Cuando tengas la oportunidad de ayudar o de no joder a alguien, hazlo”. Su revolución es ética antes que estética: un camino que se opone al ruido ensordecedor de la indiferencia.

Ese mismo espíritu lo mantiene alejado de la industria musical formal. Sabe de sus trampas: hace dos años firmó un contrato con una distribuidora que le prometió visibilidad y crecimiento, pero lo único que encontró fue estancamiento y pérdida. Mercenarios con traje de empresarios, los llama. Hoy celebra que ese contrato terminó y lanza una advertencia a los artistas nuevos: “no entreguen su obra a cambio de falsas promesas. El internet, recuerden, les da más herramientas de las que nunca tuvieron otras generaciones. Si hay talento, si hay voz, se puede crecer sin intermediarios que solo ven en el rap un signo de pesos”.
En la voz de Skool 77 hay espacio también para la contradicción, como si el rapero estuviera condenado a debatirse con su propio eco. “Siempre hablo de hermandad, de paz, de respeto… y cuando me buscan para grabar, casi siempre digo que no. Vaya contradicción”, recuerda esta rima en una colaboración con Bocafloja. No lo hace por arrogancia ni por blindarse en una torre de ego, sino porque cree en la química como motor creativo. Para él, la música no es mercancía ni moneda de cambio. Colaborar solo por conveniencia es una trampa: puede traer dinero rápido, pero también una canción mala que persiga para siempre su repertorio. Ese fantasma, sabe, pesa más que cualquier cifra.
El viaje de su rap lo ha llevado más allá de las fronteras de México. Cuba lo recibió en un festival donde aprendió lo que significa resistir con ritmo; Venezuela lo vio subir al escenario en el auge de “El día de mi suerte”. En Estados Unidos, la diáspora mexicana lo ha abrazado como suyo, convirtiendo cada concierto en un puente con la tierra que dejaron atrás. En Brasil estuvo a punto de sonar, en España estuvo a punto de rimar, pero el destino decidió otra cosa: “raperos hay en todos lados, luchadores no”, dice, recordando cómo aquel viaje se lo dieron a la lucha libre. Sonríe, porque de algún modo, esa decisión también encaja con su historia: un rapero que carga el espíritu de un luchador.
Cuando se le pregunta si pesan más las canciones escritas o las que decidió callar, la respuesta llega sin titubeo: pesan más las que hizo. Algunas le abrieron puertas, otras apenas encontraron eco en un puñado de oídos. Pero incluso en esos casos, una sola escucha vale la pena. “Ayer me escribió un chico sobre una rola que casi nadie ha escuchado. Me dijo que lo ayudó. Con una persona que le llegue, ya se cumplió el propósito”. Así mide su obra: no en cifras, sino en vidas tocadas. En esa medida invisible, el rap de Skool 77 sigue multiplicándose como un murmullo necesario, como una chispa que se niega a apagarse.
Al bajar del escenario y quitarse la máscara, no queda un vacío: queda la esencia de alguien que entendió que la música puede ser más que un eco. Su voz se desdobla como en un cómic de universos paralelos: en uno es MC que sostiene el micrófono como espada, en otro es luchador social que pelea sin ring contra la indiferencia, en otro más es héroe improbable, armado solo de rimas y letras.
Ese multiverso no es ficción: es el mapa de su vida. Skool 77 eligió resistir, no rendirse ante el mercado, no doblarse ante la industria, no convertir sus letras en mercancía. Eligió ser contradicción y coherencia al mismo tiempo, maestro y alumno, voz y silencio.
Si la cultura mexicana quiere dejar registro de un rapero que nunca fue indiferente, ahí está él. Si la memoria futura necesita un héroe enmascarado que hable de justicia en tiempos de apatía, también estará él. Porque en cualquiera de sus universos, Skool 77 es, sobre todo, una declaración: que el hip hop en México puede ser revolución, legado y lucha.