Todo edificio sobre la Gran Ciudad Ciudad de México mantiene dentro de sí un complejo entramado simbólico; ya sea por su ubicación estratégica o por los materiales empleados y la ornamentación que le sirve de vestido, cada edificación es también un compendio de historias y leyendas. En el caso del Templo de San Hipólito, en el Centro Histórico, la roca lastimosamente intemperizada da cuenta de un relato prehispánico vaticinio de la catástrofe que estaba por llegar al tunar de México-Tenochtitlan.
A LOS MÁRTIRES
En la última noche de junio y horas antes del primer sol de julio de 1520, se vio correr en desbandada a una tropilla de castellanos a través de la calzada de Tacuba, una de las tres vías fortificadas que anclaban la ciudad tenochca a tierra firme. Minutos antes, algunas de decenas de hombres blancos y varias más de indios aliados, que hasta entonces habían permanecido bajo sitio en el palacio de Axayácatl, decidieron abandonar el recinto al amparo del velo nocturno; cuidando el relincho de caballos y otras bestias, así como el repiqueteo de los tesoros robados al solar de Moctezuma, la escuadra europea se las arregló para escurrirse a lo largo de puentes hechizos de canoas y entre el caserío mexica, la intención era alcanzar la calzada de Tacuba y, al surcarla de cabo a rabo, salir de Tenoctitlan.

Desafortunadamente para los invasores, una anciana había salido a recoger agua en un cántaro, topándose en el acto con la huidiza tropa castellana, enseguida, la mujer dio parte a los guerreros mexicas apostados en las inmediaciones y, de repente, un enorme tambor forrado en piel de serpiente, fijo a la cumbre del templo de Huitzilopochtli, puso a temblar el cielo a medida que cientos de feroces soldados indígenas brotaban de todas partes; Cortés y sus huestes notaron con horror cómo los canales aledaños a la calzada se llenaban de canoas cargadas con guerreros cuya única motivación era extirparles se su ciudad sagrada. Dardos y flechas como lluvia, rocas como granizo y una riada de indios ansiando estrellar mazos y porras en cráneos castellanos.
Pronto los españoles comenzaron a morir y, a medida que el ejército tenochca privaba a la calzada de puentes y maderos alternos, entendieron que si acaso querían sobrevivir debían abandonar la artillería, las joyas, el oro y demás riquezas que de Axayácatl habían sustraído, los avariciosos que se negaron y a sus ya pesados petos de hierro agregaron más metálico, murieron ricos.
Bernal Díaz del Castillo da cuenta de cómo seiscientos hombres de hojalata corrieron y murieron sobre la calzada cuando no se ahogaron como centauros en fosos y acequias, cerca de un millar de tlaxcaltecas aliados perecieron y cientos más entre blancos y cobrizos fueron heridos, decenas de ellos fueron apresados y murieron más tarde ofrendados al Sol durante la coronación del último Huey Tlatoani, Cuauhtémoc. La mayor parte del tesoro de Moctezuma se perdió en lo profundo del agua; aquella fue la Noche Triste.
En tal punto, poco más de un año después y ya rendida Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, los conquistadores sobrevivientes decidieron edificar una ermita en recuerdo de los que murieron durante aquella triste noche de verano, la llamaron De los Mártires. Más tarde, por plantarse la primera piedra del recinto el día de San Hipólito, se renombró así al templo y se consagró a este santo la ciudad entera, la que habría de ser, de ahora en más, la Nueva España.
EL LABRADOR
El Templo de San Hipólito, ubicado hoy día en el cruce del paseo de la Reforma y avenida Hidalgo, se levantó entonces en homenaje y conmemoración de los eventos acontecidos en la Noche Triste y, dada la experiencia castellana que la conjuró, sus muros evocan una historia más: rescatan el relato de una leyenda atávica en la que el desastre pudo evitarse de no haber sido por la pobre virtud de un gobernante irresponsable.
La imaginería empotrada en una pétrea sección del atrio de San Hipólito cuenta la historia de un despreocupado indio de Texcoco y natural del pueblo de Coatepec que, hallándose labrando su milpa, coa en mano, fue súbita y abruptamente embestido por un águila poderosísima y majestuosa que lo levantó echándole garra de los cabellos y lo llevó tan alto que todos lo perdieron de vista.

El águila condujo al indio hasta una gran montaña en cuya ladera había una oscura y honda cueva, les llevó dentro y tras colocarle sobre el húmedo y lodoso suelo, pronunció:
—Poderoso Señor, he cumplido con aquello que me has encomendado y aquí te presento al indio que querías ver.
Entonces, una voz emergió oculta desde la negrura cavernal y respondió:
—Sean bienvenidos. Tráelo acá.
Una delicada mano invisible tomó del brazo al indio y le forzó a internarse más profundamente en la cueva, hasta que ante él se reveló un aposento tenuemente iluminado en el que yacía sobre un petate el mismísimo Moctezuma Xocoyotzin.
A continuación, el águila le entregó un acáyetl con tabaco encendido, al tiempo que la espectral voz le comandó a sentarse junto al emperador.
—Toma y descansa, fuma y observa a este miserable Moctezuma sin sentido, duerme embriagado con su soberbia e hinchazón, el mundo le importa nada. ¿Quieres ver cuán fuera de sí le tiene la soberbia? Pega esa pipa a su piel, directo en el muslo mientras ronca, verás cómo arde y no siente…
Naturalmente, el indio se negó a herir a su rey, pero tras ser instigado de nueva cuenta cedió y aplicó el fuego al Tlatoani, quien permaneció inmóvil, inmutable.
Y la voz dijo: “¿Ves cómo no siente y cuán desinteresado está y cuán embriagado yace?”
—Pues para este efecto has sido traído, anda con Moctezuma y dile lo que has visto, cuéntale lo que te mandé hacer y, para que vea que ha sido verdad, pídele que observe su muslo en el lugar donde has pegado el fuego. Avisa al emperador que su soberbia tiene enojado al Dios de los creado y que él mismo se ha buscado el mal que caerá sobre él, advierte a tu rey que perderá su mando, que goce de lo poco que le queda.
Apenas hubo callado la voz cuando el águila levantó al indio de nueva cuenta y le llevó al sitio del que le había sustraído, al dejarle de nuevo sobre la milpa; antes de irse para siempre el ave le pidió que no tuviera miedo, que contase al emperador lo que pasó con ánimo y corazón. De modo que enfiló el indio hacia el palacio de Moctezuma, pidió audiencia con el monarca indígena y, de rodillas, explicó lo que había pasado. El emperador escuchó cómo el indio le habló del fin de su reinado y de cómo sus malas palabras y obras traerían finalmente la ruina, recordó que en vísperas de ese día, en que llegase este mensajero a hablarle de vaticinios y presagios, había tenido un confuso sueño en que un ardor inaudito le roía la piel del muslo, así que alzó su manta en busca de la marca descrita por el indio y confirmando en ello su historia.
Pero Moctezuma abrazó la ceguera y optó por ordenar a sus soldados y carceleros que apresaran al indio para que este no regara la historia más allá de los muros palaciegos.
La leyenda cuenta que el mensajero murió de hambre en las mazmorras del recinto.

SÍMBOLOS
Es así como la roca labrada en los costados del Templo de San Hipólito narra el episodio de una derrota, homenajea a los caídos ese día y reserva espacio para relatar un cuento sobre la anunciación del fin de una era y los peligros que acarrea para un pueblo mantener liderazgos pusulánimes y orgullosos, el relieve fungió durante siglos como un recordatorio de que los destinos ya han sido escritos, al menos en la visión del conquistador.
La leyenda del labrador ha quedado plasmada en el basalto que encara el atrio del templo, allí se puede ver a un águila que lleva en sus garras a un indio asustado, cuyo vestido consiste en una enagüilla y un penacho, ambos de plumas, debajo se distinguen arcos y flechas, hondas, mazos, cárcax, macanas o porras, entre otros objetos.