
Justo en la esquina de la calle República de Guatemala y la plaza Manuel Gamio, de cara a las ruinas del Templo Mayor, la geografía urbana conjurada enarbola, quizá por accidente, un testimonio escrito del epílogo lapidario de México-Tenochtitlan, un relato dispuesto a revelarse a cualquiera que por allí pase y observe, con solemnidad, lo vertido sobre una placa cerámica. Toma conciencia de en donde te encuentras, a un costado de los vestigios materiales de una nación diezmada, pero no extinta, y lee lo que para Cuauhtémoc y el pueblo tenochca fue un último vaho de trascendencia, antes del derrumbe de su ciudad y el colapso de un eje cósmico.
LA SÉPTIMA PLAGA
Ochenta días de asedio resistió México-Tenochtitlan, la ciudad más poderosa del Altiplano Central y capital del imperio mexica, hegemón de Mesoamérica cuya influencia abrazó ambas costas y rozó el Soconusco, en la actual frontera entre México y Guatemala

De mayo a agosto de 1521, la lacustre urbe de la tuna sobre la roca, fue sitiada. Los castellanos quebraron los caños y acueductos de Chapultepec que dotaban de agua potable a Tenochtitlan y Tlatelolco; Hernán Cortés había enviado a parte de sus huestes a Veracruz para que recuperasen los aparejos de las naves encalladas (no quemadas, como se piensa comúnmente), y ordenó utilizarles en la construcción de trece bergantines que luego surcaron los lagos de Texcoco, Xaltocan, Zumpango, Xochimilco y Chalco, constriñendo la logística indígena y negando en ello a las defensas mexicas la posibilidad de recibir apoyo militar y comida desde otros altepeme o señoríos avasallados.
Peste, enfermedad, hambre, sed y hazinura hicieron el resto para vencer a la población de Tenochtitlan y de su ciudad hermana. Hasta que el 13 de agosto, día de San Hipólito (a quien la Ciudad de México ha sido consagrada), la cuenca Tenochca trepidó bajo una horda de indígenas nutrida por los sometidos pueblos tributarios de Tlaxcala, Cempoala, Quiahuiztlan, Texcoco, Chalco, Xochimilco y Mixquic. Capitaneado por hombres blancos, este ejército variopinto asaltó y tomó las calzadas de la ciudad, única comunicación terrestre entre los emplazamientos sitiados, mientras que el resto de la fuerza conquistadora, que contaba a diez o quince indios por cada castellano, cuando no se trataba de peones y esclavos africanos e indígenas caribeños, se abría paso entre calpullis a sangre y fuego para desgarrar finalmente a la Triple Alianza.
Los cuicapicqui, o poetas nahuas, sellarían en cantos los testimonios indígenas en torno a la hecatombe de aquellos días, sones tristes y elegías que narran caminos atestados de dardos rotos, cabellos y plumajes esparcidos, escudos deshechos y estandartes raídos, canoas destruidas, casas destechadas y enrojecidas, gusanos que pululan entre los muertos, sesos y vísceras estampados en muros y paredes, aguas teñidas de rojo y saturadas en salitre, granizo de rocas y ruido de hondas. Una ciudad desmoralizada, rota y derrotada.

Las masacres no faltaron, la crueldad fue instigada por la porra de Castilla y Aragón cuando Cortés, el extremeño, ordenó el empleo del terror. Narró él mismo en sus Cartas de Relación que, cerca del final, un pequeño contingente de tlaxcaltecas, por él comandado, encontró a un grupo de mujeres y niños buscando comida sobre la calzada de Iztapalapa, el conquistador ordenó entonces a su tropilla cargar sobre la gente hasta arrancar la vida a todos. Según él, 800 indígenas perecieron en la acción.
EPÍLOGO
Tenochtitlan cayó ante el ejército hispano-indígena y el entonces Huey Tlatoani, Cuauhtémoc, cuyo nombre evoca un águila rapaz, fue hecho prisionero en la ciudad espejo de Tlatelolco.

Del encuentro entre el capitán español y el rey mexica dan cuenta solo los peninsulares. Se dice que Cuauhtémoc reconoció frente al “señor Malinche” haber fracasado y pidió para sí el destino de un guerrero capturado, morir en sacrificio ritual para acompañar al sol en su tránsito; “ya he hecho lo que estoy obligado en defensa de mi ciudad y vasallos y no puedo más”, explicó el Tlatoani. Palabras todas que fueron pronunciadas en náhuatl y traducidas por Malintzin al maya, para ser posteriormente interpretadas al español por el náufrago Gerónimo De Aguilar.
Cortés se negó a dar muerte al último soberano azteca y, en cambio, exigió la devolución del oro dejado atrás por los castellanos durante su huida en la Noche Triste, metal que se sabía perdido en el fondo del lago. Cuauhtémoc y el señor de Azcapotzalco, también apresado, fueron torturados al aplicárseles aceite hirviendo en piernas y pies.
Al final de aquel día, 13 de agosto de 1521, Cortés estimó la muerte en combate de 67 mil indígenas y de 50 mil más como consecuencia del asedio y el hambre. En los tres días siguientes a la caída de la gran joya tenochca prácticamente toda la nobleza mexica estaba muerta, sobreviviendo únicamente los niños y los muy jóvenes; 32 días después, Cortés mandó fundir el oro obtenido de la rendición de la ciudad y ocho días más tarde, es decir, el 3 de octubre, el conquistador repartió el áureo botín entre sus soldados en función de los méritos y servicios prestados por cada uno, 80 pesos para los de a caballo y entre 70 y 50 para escopeteros, roleros y ballesteros.
Hernán Cortés buscó entonces afianzar la posición de los castellanos, de modo que oficializó la fundación de la nueva Tenochtitlan española e instaló cabildo en Coyoacán, cuyos primeros ilustres integrantes fueron los capitanes Pedro de Alvarado, Cristóbal de Olid, Juan Rodríguez De Villafuerte, Antonio De Quiñones y Diego De Soto.
La historia sugiere que la noche del 12 de agosto de 1521, el Tlahtocan, una suerte de Consejo Supremo que solía ejercer funciones administrativas y judiciales, además de ser sus miembros los encargados de elegir al Huey Tlatoani, escribió un discurso en mancuerna con quien sería el último soberano del imperio mexica, Cuauhtémoc.
Engrosando la línea de los reyes-poetas, tales versos fueron declamados más tarde por el Tlatoani a su pueblo; de cara a la noche y a la estrepitosa ruina, el soberano indígena planteó a la masa un escenario escatológico, el fin del imperio y la vida como la conocían, pero recordó, al mismo tiempo, el carácter cíclico del universo y la veta de eternidad que reside en todos aquellos que del cosmos formamos parte, el rey-sacerdote de los mexicas les conminó a recibir de buen grado la oscuridad, a guarecer el espíritu en los lugares cotidianos allende la destrucción y la podredumbre, a confiar en la preservación la memoria a través de la carne y la sangre de hijos y descendientes, a asirse a la protección con que les revisten difuntos y antepasados. Cuauhtémoc instó a la estirpe americana a resistir y aguardar por la promesa de la tierra madre Anáhuac que ha de venir con un nuevo Sol.
Este mosaico, empotrado a escasos metros del Templo Mayor, es el testimonio en verso de la caída de México-Tenochtitlan, y no enmarca un acontecimiento banal en la historia de la humanidad, representa el inicio de la primera globalización, el punto de partida en el proceso de acumulación que gestó la Modernidad en sí a partir de la producción de un continente entero que surca el planeta de polo a polo y, no menos importante, detenta la simiente identitaria de la sociedad mexicana, es este fresco el relato de la caótica y catastrófica génesis de nuestra cultura sincrética, dada a la vida y a la muerte y que presta su fe a múltiples empresas, nunca simple, siempre compleja .