Cultura

Aceptamos términos que no leemos, permitimos que algoritmos filtren lo que consideramos relevante y dejamos que la lógica de la plataforma organice el tiempo, la conversación y hasta la percepción de lo real

Entre Mafalda y la rana hervida

Algoritmo. Cada clic afina un perfil; cada preferencia registrada se convierte en materia prima para el mercado y la política.

Mafalda odiaba la sopa. No porque estuviera mal hecha, sino porque le sabía a obediencia. En ese plato humeante veía algo más que verduras cocidas: veía la docilidad cotidiana, el mandato disfrazado de cuidado. Su negativa —tan obstinada como lúcida— era un recordatorio de que lo que se nos presenta como “natural” suele ser lo más ideológico de todo.

En el extremo opuesto está la parábola de la rana hervida: el animal que, sumergido en agua fría que se calienta poco a poco, no percibe el peligro hasta que es demasiado tarde. Mientras Mafalda resiste, la rana se adapta. Una piensa, la otra se acostumbra. Entre ambas figuras se juega una dialéctica decisiva: la conciencia crítica frente a la comodidad que entumece.

Hoy esa dialéctica encuentra su escenario más sofisticado: el mundo digital. Nunca antes habíamos entregado tanto de nuestra atención, nuestros datos y nuestra voluntad a sistemas que prometen eficiencia, entretenimiento o conexión. Aceptamos términos que no leemos, permitimos que algoritmos filtren lo que consideramos relevante y dejamos que la lógica de la plataforma organice el tiempo, la conversación y hasta la percepción de lo real.

El agua, por ahora, está tibia. Pero la temperatura sube.

Cada clic afina un perfil; cada preferencia registrada se convierte en materia prima para el mercado y la política. Poco a poco, la autonomía se diluye. Como la rana, no sentimos el calor porque se presenta como bienestar. La sopa, otra vez, parece nutritiva.

Lo que hierve en el fondo no es solo la tecnología, sino una forma de racionalidad: la razón instrumental. Esa que mide la eficacia sin interrogar el sentido. Bajo su lógica, todo dato es recurso, todo usuario es consumidor, toda relación es monetizable. No importa el fin, solo la función. Y así, la vida misma se vuelve procesable: las emociones se traducen en métricas, la experiencia en rendimiento, la conversación en contenido.

La anestesia no proviene del exceso de información, sino del tipo de razón que la organiza.

Frente a ese caldo que nos cuece con suavidad, necesitamos despertar a nuestra Mafalda interior. Esa niña que no rechaza la sopa por capricho, sino por sospecha: porque no acepta que lo inevitable sea incuestionable. En tiempos de algoritmos, su gesto se traduce en preguntas incómodas:

¿Por qué la vigilancia se presenta como servicio?

¿Por qué la comodidad se confunde con libertad?

¿Por qué el silencio ante lo impuesto se llama “adaptación”?

Mafalda encarna la lucidez que interrumpe la anestesia. No se trata de nostalgia analógica ni de tecnofobia: se trata de recuperar el espacio del pensamiento antes de la aceptación. Preguntar no para negar, sino para volver a decidir.

Quizá todos empezamos siendo un poco Mafalda y terminamos, sin advertirlo, como la rana: seducidos por la tibieza de un sistema que piensa por nosotros.

La pregunta final no es si preferimos hervir o resistir, sino si aún somos capaces de sentir la temperatura.

Porque Mafalda no solo odiaba la sopa; odiaba la costumbre de tragar sin pensar.

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