Para Sylvia Aguilar, el diario es “lo más parecido a una amiga”. Un lugar donde se puede decir todo o solo la mitad, ser un flujo de pensamiento constante, admitir errores, equivocarse y volver después de días o meses “como si nada hubiera pasado”. Esa concepción íntima y afectiva del diario es el corazón de Una falsa diarista (PRH): una novela construida desde la vulnerabilidad, donde la escritura se vuelve espejo, refugio y territorio honesto para una mujer que intenta descifrar su propia verdad mientras su relación con el “Gran Escritor” se resquebraja en silencio.

“Es un espacio donde puedes admitir errores, confrontarte, equivocarte y regresar días o meses después como si nada hubiera pasado”. Esa intimidad fue clave para construir a la protagonista, quien alterna entre embellecer su propia historia y admitir: “la verdad es que no es cierto, no estoy bien”.
La lectura de esta obra se compara a una tarde cálida en un café, donde dos mujeres que tienen historia se reúnen, sabiendo perfectamente que conocen sus risas, sus gestos y la manera en que la otra modula, entonces, una de ellas suelta el “Te tengo que contar algo” y entre ambas ha discurrido una cantidad de tiempo inenarrable, quizá diez años, quizá diez segundos, pero se sabe que hay algo de la otra que permanece oculto y, por fin, tras una amistad sólida, ese secreto saldrá a la luz.
Así, Sylvia como narradora toma de la mano a la lectora y la coloca en su corazón mientras le permite deshilvanar su interior y encontrar la razón de una tristeza profunda que se remonta a su infancia.
Mientras muchas personas se refugiaban en nuevos pasatiempos durante la pandemia, Aguilar atravesaba un momento emocional complejo: “Yo lo estaba pasando mal por otras razones y me puse a leer diarios”. Comenzó con el de Pizarnik —“me estaba haciendo pedazos”— y luego llegó al de Susan Sontag, donde encontró la claridad que buscaba: “Tenía el personaje rondándome… y dije: ‘claro, por aquí es’”.
Esa distancia entre quien escribe y lo que escribe, explica, fue esencial para comprender la voz de su protagonista.
Compuesta por diarios, sesiones de terapia, recuerdos de infancia y fragmentos tipográficos, la novela se armó en bloques. La editora de Aguilar, Eloísa Nava, fue fundamental para dar forma al caos creativo. “Me dijo: ¿por qué no trabajas un bloque solo con las sesiones de la terapeuta?”. Ese método permitió hilar todas las piezas en el orden final.
El reto mayor fue decidir qué dejar en la página y qué no. También tuvo que resistir la tentación de incluir páginas enteras de Sontag que la habían marcado: “No estoy escribiendo un libro sobre Sontag”.
Autobiografía y ficción: un territorio borroso
Aguilar no rehúye la pregunta sobre qué tanto de ella está en la protagonista. “Si hay alguien que piense: ¿será ella?… que lo piensen. No tengo problema”. Aun así, insiste en que la falsa diarista no es Sylvia, aunque se alimenta inevitablemente de su experiencia y de sus años como profesora en Estados Unidos.
Una de las capas más potentes del libro es el diario de la niña, donde aparece la tristeza temprana de la protagonista. Para Aguilar, curiosamente, esa parte fue la más fluida: “Es un timbre que me gusta, que siento que me sale natural”.
El desafío estuvo en el matiz: “No la quería como víctima… estaba muy sola, había que acompañarla y que se dejara acompañar”.
Cuidado, no autocensura
Aunque la novela incluye una escena “muy fuerte”, Aguilar asegura que no hubo autocensura: “Lo que hubo fue cuidado… no quería escribir una escena como la escribiría un hombre, desde la censura. Tenía que ser cuidadosa y al mismo tiempo entrar con firmeza”.
Pensó en su propia vulnerabilidad, en la del personaje y en la de quien lee: “Soy una autora que piensa en la lectora… quiero dejarte cosas para pensar”.
¿Escribimos diarios pensando en alguien?
Aguilar cree que a veces el diarista imagina un lector, pero también que hay momentos de olvido absoluto: “La escritura tiene eso: por segundos nos olvidamos de que hay otra persona detrás”. Cita el Diario del duelo de Roland Barthes como ejemplo de vulnerabilidad genuina, escrita sin intención de ser publicada.
El libro que no quiso cambiar
A pesar del tiempo transcurrido desde que comenzó a escribirlo, Aguilar no modificaría ni una coma: “No le cambiaría absolutamente nada”. Incluso decisiones como los subrayados, las tipografías distintas o los corchetes fueron tan pensadas y conversadas con su editora que, llegado el momento, “ya las erratas no me importaban”.
Las lecturas que acompañaron la escritura
A Aguilar la sostuvieron otros diarios mientras escribía: El diario del dinero de Rosario Blefari y Un diario pinchado de Mercedes Halfon. También la acompañó la obra crítica de Alberto Giordano sobre diarios de escritores. Intentó leer sobre correspondencia, pero se detuvo a tiempo: “Si te metes a eso, no vas a acabar nunca”.
Una falsa diarista es una montaña rusa, pero, sobretodo, es un abrazo al corazón del lector, alguien que se siente, en todo momento, en compañía de una amiga a la que tiene la imperante necesidad de abrazar hasta el final.