Cultura

Presentamos a los lectores de “Crónica” un fragmento de la primera obra literaria de la premio Pulitzer Cristina Rivera Garza, publicada por El Colegio Nacional y que la integrante de esta institución presentará en la FIL Guadalajara 2025

“Lo roto precede a lo entero”, de Cristina Rivera Garza

Cristina Rivera Garza La escritora coordina este lunes encuentro de poesía en el marco del Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer. (ECN)

uno.

Mantra en infinito

Recordar el teclado. Recordar los dedos sobre el teclado.

Recordar ahora, hace un momento, las yemas de los dedos

sobre el teclado. No olvidar el teclado. Recordar el teclado

mientras escribo las palabras escribir en el teclado.

Detenerse en el medio. Resaltar la materialidad del

medio. Gozar la imposición del medio. Los límites del medio.

Los límites que son la realidad del medio. Recordar que el

lenguaje es el medio.

Detenerse otro segundo más en el medio. Y recordar,

mientras tanto, el teclado. Nunca jamás olvidar el teclado.

Ver la aparición de la palabra sobre la pantalla. Ver, ahora,

hace un momento, la aparición de la segunda palabra.

Ver la aparición. Es una frase. Es una línea. Es una oración.

Recordar el teclado. Recordar que el teclado es una

forma de la oración. Un halo sobre todo eso.

Sentir las yemas de los dedos sobre el teclado.

Recordar la materialidad del lenguaje. Sentir el contacto

de la huella dactilar con la superficie lisa de la tecla.

Constatar la materialidad inaudita del medio. Gozar.

Padecer. Volver a gozar. Sentir el choque. Una huella

dactilar. Una letra. La frase. La línea.

Detenerse en el medio. Resaltar el medio. Decir:

éste es el medio. Esta sólida existencia súbita. El lenguaje.

Una forma de corporeidad. Detenerse. Gozar. Una huella

dactilar.

Escribir: éste es el medio. Que es escribir. Escribir

el medio. Abolir la transparencia. Salir de la trampa.

El lenguaje no es el fin, no es el receptáculo, es el medio.

Resaltar el medio. Escribir.

Tocar, sinuosamente, sensualmente, viscosamente,

los límites del medio. Tocar, que es una huella dactilar sobre

la superficie lisa de la tecla. Tocar, que es escribir.

Recordar el teclado. Ahora, hace un momento, no olvidar

el teclado. Nunca, ni por un momento, olvidar el teclado.

La materialidad de esto. Esta práctica. Escribir.

Olvidar el teclado. Olvidarlo todo. Escribir.

Lo roto precede a lo entero El libro es editado por ECN. (ECN)

Dos.

Inicio como falso inicio

Henning Mankell hace algo al inicio de “La muerte de

un fotógrafo”, uno de los textos incluidos en La pirámide,

a la vez simple y admirable: escribir un inicio que poco

o nada tiene que ver con el texto restante, pero sin el cual

el texto en cuestión, aunque entendible y lógico e incluso

hermoso, lo perdería todo.

El inicio como acoso. El inicio como tema recurrente

y obsesivo e inútil. El inicio como cita (¿sólo textual?) que

no ocurrirá jamás.

El fotógrafo del texto mankelliano muere, es decir,

es asesinado. Wallander, el entrañable detective, descubre

precisamente al inicio del relato cierta información

perturbadora de la personalidad de la víctima que,

de hecho, impide cualquier relación de simpatía o

identificación. El lector sospecha. El lector, que sospecha,

continúa leyendo, busca de manera algo desesperada

la vinculación entre esa cierta información perturbadora

y las causas del crimen. La vinculación esperada por

el suspicaz lector, sin embargo, no llega. Es más: no llega

nunca.

Es sólo hacia el final, en el final mismo, que el lector

comprende que ha sido acosado por la habilidad del

escritor y su idea, digamos singular, del inicio. Entonces

el lector piensa, o en todo caso debe pensar, que ésta es

otra función del inicio: introducir lo que no pasará, mostrar

lo que no viene al caso, evidenciar lo excedente que,

siéndolo, sin embargo, nimba la narración de principio a fin

con una sospecha no por pertinaz menos equivocada.

Ese ruido interno (que viene de las páginas). Esa tensión

personal (que es toda propia). Esa oscuridad presentida

(¿o invocada?). Esa anticipación nerviosa. Esa persecución

irracional (por lo incesante). Todos esos y otros tantos

estados más los consigue Mankell produciendo un inicio

que es, en realidad, un falso inicio que es, en todo caso,

un cruce de caminos. Una rosa de los vientos. Un viento

que se va a otro lado.

TRES.

LA MOSCA DEL AQUÍ

Y EL AHORA

Elementos de infraestructura:

Una sola luz decimonónica sobre el escenario.

Un Steinway negrísimo que todavía brilla con los fulgores

del siglo XIX. El silencio de la reverencia todo alrededor.

El actor principal:

El pianista, apropiadamente húngaro, se aproxima

a su instrumento con pasos firmes, luciendo la levita

que, hace un par de siglos, significaba elegancia, clase,

jerarquía. Ahí está el pelo casi largo, la barbilla enérgica,

la delgada silueta que bien podría ser descrita como

sublime, etérea, melancólica. O tuberculosa.

La acción:

El pianista toma su lugar y aspira y cierra los ojos y,

con suma delicadeza, coloca las yemas de los dedos

sobre las teclas para tocar (¿a quién más?) a Liszt.

Imbuido por el Espíritu, el pianista gestualiza su entrega,

su concentración, su genio. La barbilla que apunta hacia

arriba, los ojos que continúan cerrados, las sutiles arrugas

que marcan los caminos de la Pasión Creadora.

El momento extraño:

El pianista está, definitivamente, en las postrimerías

del siglo XIX cuando aparece, de la nada, que según Novalis

era de color azul, la mosca zumbona, vulgar, escandalosa,

frente a su rostro, alrededor de su cabeza.

Interpretación personal del Momento Extraño:

Se trataba, por supuesto, de la Mosca del Aquí y el Ahora.

Se trataba de una venganza (lúdica) (paródica)

(hipertextual) (contracrítica) del siglo XXI.

Cristina Rivera Garza La escritora ganó el Premio Pulitzer en 2024.

CUATRO.

BROTHER AX-525

Utilizo por primera vez en mucho tiempo un procesador

de palabras (Brother AX-525) en sus funciones más

básicas de máquina eléctrica. Tecleo, ahí, con una timidez

inusitada. Tecleo, tal vez por lo mismo, con furia de

primeriza. Tecleo con un terrible dolor de muñecas. Una

alumna se asoma a la puerta de mi oficina —cara y torso

casi adentro del cuarto, cadera y piernas definitivamente

afuera—. Visión guillotinesca.

—Me preguntaba —dice con la sonrisa esa de quiénsabe-

más— qué era este ruidazal.

Y es entonces que me doy cuenta. La máquina contesta

—escandalosa, definitiva, peleonera— cada una de las

presiones de las yemas de mis dedos. La máquina no sabe

quedarse callada —no puede, no sabe, seguramente no

debe—. Iracunda y rápida de reflejos, la máquina de escribir

lanza un balazo por cada letra que logra manchar la página

en blanco. Como en el viejo oeste, cada una detrás de su

roca o herramienta preferida, estamos enfrascadas en una

lucha que parece ser, como se dice, de vida o muerte.

Yo me equivoco y, mientras me veo forzada a devolverle

la blancura a la página con la ayuda del corrector líquido,

podría jurar que el silencio que llena momentáneamente

la oficina no es más que el silencio ese del que sabe que

ha vencido. Pero luego regreso y, ya dispuesta a continuar

la contienda, coloco los dedos sobre las teclas. Esta

imposibilidad de ver las letras antes de que las letras se

vuelvan letras sobre una página antes en blanco me hace

entender qué es la ceguera. Desorientada, con el titubeo

característico del extranjero, con ese arrojo, presiono

de cualquier manera y el ruidazal, la violencia veloz del

ruidazal, vuelve. Lo escucho con atención. Me abismo.

Huyo. Todo eso me recuerda que, al inicio, esto era escribir.

Esta cosa de cuerpo contra cuerpo. Esta cosa llena de

sentidos —la vista, el tacto, el oído—. Este escándalo. Este

gozo. Este alto.

Poesía y sororidades Cartelera de ECN para este lunes. (ECN)

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