
uno.
Mantra en infinito
Recordar el teclado. Recordar los dedos sobre el teclado.
Recordar ahora, hace un momento, las yemas de los dedos
sobre el teclado. No olvidar el teclado. Recordar el teclado
mientras escribo las palabras escribir en el teclado.
Detenerse en el medio. Resaltar la materialidad del
medio. Gozar la imposición del medio. Los límites del medio.
Los límites que son la realidad del medio. Recordar que el
lenguaje es el medio.
Detenerse otro segundo más en el medio. Y recordar,
mientras tanto, el teclado. Nunca jamás olvidar el teclado.
Ver la aparición de la palabra sobre la pantalla. Ver, ahora,
hace un momento, la aparición de la segunda palabra.
Ver la aparición. Es una frase. Es una línea. Es una oración.
Recordar el teclado. Recordar que el teclado es una
forma de la oración. Un halo sobre todo eso.
Sentir las yemas de los dedos sobre el teclado.
Recordar la materialidad del lenguaje. Sentir el contacto
de la huella dactilar con la superficie lisa de la tecla.
Constatar la materialidad inaudita del medio. Gozar.
Padecer. Volver a gozar. Sentir el choque. Una huella
dactilar. Una letra. La frase. La línea.
Detenerse en el medio. Resaltar el medio. Decir:
éste es el medio. Esta sólida existencia súbita. El lenguaje.
Una forma de corporeidad. Detenerse. Gozar. Una huella
dactilar.
Escribir: éste es el medio. Que es escribir. Escribir
el medio. Abolir la transparencia. Salir de la trampa.
El lenguaje no es el fin, no es el receptáculo, es el medio.
Resaltar el medio. Escribir.
Tocar, sinuosamente, sensualmente, viscosamente,
los límites del medio. Tocar, que es una huella dactilar sobre
la superficie lisa de la tecla. Tocar, que es escribir.
Recordar el teclado. Ahora, hace un momento, no olvidar
el teclado. Nunca, ni por un momento, olvidar el teclado.
La materialidad de esto. Esta práctica. Escribir.
Olvidar el teclado. Olvidarlo todo. Escribir.

Dos.
Inicio como falso inicio
Henning Mankell hace algo al inicio de “La muerte de
un fotógrafo”, uno de los textos incluidos en La pirámide,
a la vez simple y admirable: escribir un inicio que poco
o nada tiene que ver con el texto restante, pero sin el cual
el texto en cuestión, aunque entendible y lógico e incluso
hermoso, lo perdería todo.
El inicio como acoso. El inicio como tema recurrente
y obsesivo e inútil. El inicio como cita (¿sólo textual?) que
no ocurrirá jamás.
El fotógrafo del texto mankelliano muere, es decir,
es asesinado. Wallander, el entrañable detective, descubre
precisamente al inicio del relato cierta información
perturbadora de la personalidad de la víctima que,
de hecho, impide cualquier relación de simpatía o
identificación. El lector sospecha. El lector, que sospecha,
continúa leyendo, busca de manera algo desesperada
la vinculación entre esa cierta información perturbadora
y las causas del crimen. La vinculación esperada por
el suspicaz lector, sin embargo, no llega. Es más: no llega
nunca.
Es sólo hacia el final, en el final mismo, que el lector
comprende que ha sido acosado por la habilidad del
escritor y su idea, digamos singular, del inicio. Entonces
el lector piensa, o en todo caso debe pensar, que ésta es
otra función del inicio: introducir lo que no pasará, mostrar
lo que no viene al caso, evidenciar lo excedente que,
siéndolo, sin embargo, nimba la narración de principio a fin
con una sospecha no por pertinaz menos equivocada.
Ese ruido interno (que viene de las páginas). Esa tensión
personal (que es toda propia). Esa oscuridad presentida
(¿o invocada?). Esa anticipación nerviosa. Esa persecución
irracional (por lo incesante). Todos esos y otros tantos
estados más los consigue Mankell produciendo un inicio
que es, en realidad, un falso inicio que es, en todo caso,
un cruce de caminos. Una rosa de los vientos. Un viento
que se va a otro lado.
TRES.
LA MOSCA DEL AQUÍ
Y EL AHORA
Elementos de infraestructura:
Una sola luz decimonónica sobre el escenario.
Un Steinway negrísimo que todavía brilla con los fulgores
del siglo XIX. El silencio de la reverencia todo alrededor.
El actor principal:
El pianista, apropiadamente húngaro, se aproxima
a su instrumento con pasos firmes, luciendo la levita
que, hace un par de siglos, significaba elegancia, clase,
jerarquía. Ahí está el pelo casi largo, la barbilla enérgica,
la delgada silueta que bien podría ser descrita como
sublime, etérea, melancólica. O tuberculosa.
La acción:
El pianista toma su lugar y aspira y cierra los ojos y,
con suma delicadeza, coloca las yemas de los dedos
sobre las teclas para tocar (¿a quién más?) a Liszt.
Imbuido por el Espíritu, el pianista gestualiza su entrega,
su concentración, su genio. La barbilla que apunta hacia
arriba, los ojos que continúan cerrados, las sutiles arrugas
que marcan los caminos de la Pasión Creadora.
El momento extraño:
El pianista está, definitivamente, en las postrimerías
del siglo XIX cuando aparece, de la nada, que según Novalis
era de color azul, la mosca zumbona, vulgar, escandalosa,
frente a su rostro, alrededor de su cabeza.
Interpretación personal del Momento Extraño:
Se trataba, por supuesto, de la Mosca del Aquí y el Ahora.
Se trataba de una venganza (lúdica) (paródica)
(hipertextual) (contracrítica) del siglo XXI.

CUATRO.
BROTHER AX-525
Utilizo por primera vez en mucho tiempo un procesador
de palabras (Brother AX-525) en sus funciones más
básicas de máquina eléctrica. Tecleo, ahí, con una timidez
inusitada. Tecleo, tal vez por lo mismo, con furia de
primeriza. Tecleo con un terrible dolor de muñecas. Una
alumna se asoma a la puerta de mi oficina —cara y torso
casi adentro del cuarto, cadera y piernas definitivamente
afuera—. Visión guillotinesca.
—Me preguntaba —dice con la sonrisa esa de quiénsabe-
más— qué era este ruidazal.
Y es entonces que me doy cuenta. La máquina contesta
—escandalosa, definitiva, peleonera— cada una de las
presiones de las yemas de mis dedos. La máquina no sabe
quedarse callada —no puede, no sabe, seguramente no
debe—. Iracunda y rápida de reflejos, la máquina de escribir
lanza un balazo por cada letra que logra manchar la página
en blanco. Como en el viejo oeste, cada una detrás de su
roca o herramienta preferida, estamos enfrascadas en una
lucha que parece ser, como se dice, de vida o muerte.
Yo me equivoco y, mientras me veo forzada a devolverle
la blancura a la página con la ayuda del corrector líquido,
podría jurar que el silencio que llena momentáneamente
la oficina no es más que el silencio ese del que sabe que
ha vencido. Pero luego regreso y, ya dispuesta a continuar
la contienda, coloco los dedos sobre las teclas. Esta
imposibilidad de ver las letras antes de que las letras se
vuelvan letras sobre una página antes en blanco me hace
entender qué es la ceguera. Desorientada, con el titubeo
característico del extranjero, con ese arrojo, presiono
de cualquier manera y el ruidazal, la violencia veloz del
ruidazal, vuelve. Lo escucho con atención. Me abismo.
Huyo. Todo eso me recuerda que, al inicio, esto era escribir.
Esta cosa de cuerpo contra cuerpo. Esta cosa llena de
sentidos —la vista, el tacto, el oído—. Este escándalo. Este
gozo. Este alto.
