
Puede decirse que, para la mayoría de los estudiosos, la literatura mexicana inicia en 1836, con el establecimiento de la Academia de Letrán, cuando, al decir de Guillermo Prieto, se buscó mexicanizar la literatura. La Academia de Letrán fue un grupo de escritores que inicia sus trabajos en la Ciudad de México desde 1834 en una especie de taller literario con el fin de mejorar sus textos de manera colaborativa, pero es partir de 1836 cuando se integran a los iniciadores, donde estaba el propio Prieto, José María Lacunza, Juan Nepomuceno Lacunza y Manuel Tossiat Ferrer, escritores de la talla de Manuel Carpio, José Joaquín Pesado, Francisco Ortega y Andrés Quintana Roo, así como los jóvenes promesas, Ignacio Rodríguez Galván, Ignacio Ramírez y Eulalio María Ortega.
El comentario de Prieto sobre la mexicanización de la literatura se refiere a la asimilación y no a la imitación, por los escritores mexicanos, de los géneros literarios europeos, principalmente, de la novela, la poesía, el teatro y el ensayo; el cuento empezará a serlo en México en la segunda mitad y tendrá su auge en la última década de ese siglo. Lo más interesante de este proceso de asimilación es que los principales escritores de narrativa, entre 1836 y 1845, prefirieron tres subgéneros novelescos, el de la novela histórica, influencia directa de Walter Scott, el de la novela de folletín, a través de los novelistas franceses Eugène Sue y Alexandre Dumas, y un tercero que complica, para la crítica literaria, la integración de la narrativa de este periodo en México, me refiero a la novela corta. Digo que lo complica porque muchos de los textos narrativos de este periodo podrían ser clasificados como novela corta histórica y/o de folletín.
Reconocer la novela histórica no es tan problemático, pero no necesariamente fácil, pues se requiere, como lo menciona el crítico húngaro Georg Lukács, que lo histórico afecte el destino de los personajes. Igual, la novela de folletín, esa novela que originalmente aparecía por fragmentos en la parte baja de los periódicos, puede identificarse a través de la propuesta de uno de sus estudiosos, Umberto Eco, en cuanto a que se construye con base en el consuelo del lector, es decir, a partir de lo que el lector espera de la trama y de su desenlace. En tanto que la novela corta, la más problemática para delimitarse, se reconoce a partir de que no es una novela de largo aliento y de que no es un cuento, diferencia más difícil de establecerse de lo que parece, pero que, al decir de Verónica Hernandez, puede identificarse porque podría haberse extendido hasta llegar a convertirse en una novela de largo aliento, lo que, por alguna razón, estética o no, no se alcanzó.
Esta mención que se hace aquí de los subgéneros novelescos, novela histórica, de folletín y corta, es importante porque los autores de ese momento histórico, donde la literatura mexicana empezaba a construirse, los tuvieron presentes durante la escritura de sus textos, aunque, para el caso de la novela corta, con términos, de acuerdo con Óscar Mata, como novelitas, pequeñas novelas, esbozos de novelas, proyectos de novelas, esquemas de novelas, tentativas de novelas y ensayos de novelas. A esto hay que agregar que la revisión de la narrativa de este periodo y de, al menos, los primeros dos tercios del xix, donde se considera la literatura con un fin utilitario, permite dar cuenta de las preocupaciones estéticas, pero también, y esto es muy importante, de las condiciones sociales a partir de las que se escribió, lo que implica que estos textos permiten reconocer el hecho social del momento representado, en otras palabras, nuestro pasado como mexicanos y mexicanas tanto en lo literario como en lo extraliterario en relación con el texto leído. He ahí parte de la utilidad también actual de la literatura.
Entre las novelas cortas históricas y/o de folletín del llamado primer romanticismo mexicano (1836-1845) que aún hoy en día resultan lecturas amenas, incluso para los jóvenes, pueden encontrarse La hija del oidor, Manolito el pisaverde y La procesión de Ignacio Rodríguez Galván, El inquisidor de México de José Joaquín Pesado, Netzula de José María Lacunza, María, Aventuras de un veterano, El rosario de concha nácar y Trinidad de Juárez, entre muchas otras, de Manuel Payno y La calle de don Juan Manuel y Euclea o la griega de Trieste de José Justo Gómez de la Cortina. La mayoría de estos textos y otros se localizan en el libro La novela corta del primer romanticismo mexicano, que incluye un estudio introductorio de Celia Miranda Cárabes y un artículo de Jorge Ruedas de la Serna (UNAM) y en Novelas cortas de Manuel Payno (Porrúa), que es una redición del libro que en 1901 publicó el conocido editor mexicano Victoriano Agüeros, Obras de don Manuel Payno. Tomo I. Novelas cortas, con un prólogo del biografísta mexicano Alejandro Villaseñor y Villaseñor. Agüeros también publicó en 1901 en dos tomos Novelas cortas de varios autores, las cuales incluyen una buena cantidad de estos textos.
De los cuatro libros, el primero y el segundo pueden encontrarse todavía en algunas librerías y las ediciones de Agüeros en fondos virtuales universitarios gratuitos, como la Colección Digital de la Universidad Autónoma de Nuevo León.
*Programa de Estudios Literarios
El Colegio de San Luis, A. C.