
CAPÍTULO I
LOS AMORES
ANDREA LUNA. REPORTERA
1
Tendrían que haber estado ahí para entenderlo. Las gradas llenas, el griterío de la gente, el calor, las luces, la energía que se desprende del cuadrilátero. Los cuerpos gigantes de los luchadores, sus músculos brillantes por el sudor. Es algo mágico lo que pasa en la lucha libre. Ese pacto entre el público y los enmascarados. Todos saben que es un teatro, pero fingen que es real. Los fanáticos se desgarran las gargantas apoyando a sus ídolos e insultando a los rivales; pueden decir las peores groserías a los luchadores, y estos se hacen los ofendidos, pero nunca les van a hacer nada. Es la catarsis perfecta. Mejor que el psicólogo. Yo misma, a pesar de saber que estaba haciendo mi trabajo como reportera de televisión, me dejé llevar por el ambiente. Se me erizaba la piel, sentía la adrenalina a tope. En más de una ocasión estuve a punto de gritar, pero me contuve. En verdad, si el pueblo mexicano no tuviera el escape de la lucha libre, ocurrirían más crímenes. Eso fue justo lo que le pasó a Chana Barrera. Cuando ya no pudo subirse al cuadrilátero y ponerse la máscara para encarnar a su personaje, y no tuvo manera de sacar la frustración y la rabia acumuladas a lo largo de tantos años de abusos, comenzó a matar…
Pero me estoy adelantando.
Esa noche en la Arena Coliseo había algo raro en el ambiente. Ya sé lo que están pensando: a raíz de la noticia que salió una semana después, cuando todos supimos que ella era la Mataviejitas, comencé a inventarme mi propio mito. Pero les juro que es verdad. La gente se mostraba más enardecida que de costumbre. Aventaba vasos con refresco y cerveza al ring o le gritaba a los luchadores: “¡Te voy a matar!”. Y los luchadores también estaban muy excitados. Devolvieron los vasos a las gradas como si fueran proyectiles e incluso aventaron una silla a los aficionados de la primera fila. Al terminar la última función, nadie se quería ir: parecía que el público pedía más violencia. Y allí, en medio de esa tensión, de esa electricidad que se negaba a apagarse, estaba ella. Alta, robusta, con su pelo corto y su suéter rojo. Destacaba de manera inevitable por encima del resto. Tenía una sonrisa de satisfacción en el rostro que nada podía borrarle. En cuanto la vi, le hice una seña al camarógrafo para que me siguiera y preparé el micrófono. Ni siquiera me fijé si estaba bien peinada y maquillada para salir a cuadro. Simplemente le pedí al camarógrafo que empezara a grabar. Había algo magnético en ella. La sonrisa. Perdónenme que insista, pero su gesto reflejaba algo que jamás olvidaré: Chana Barrera era feliz allí.
Sé que han visto la grabación que salió al aire, pero quiero contarles el diálogo que tuvimos en mi propia voz, porque me lo aprendí de memoria. Una conversación que me ha asaltado en sueños:
–Yo soy la señora Chana Barrera –me dijo, con esa seguridad que le caracteriza.
–¿Cuánto tiempo tiene viniendo a la lucha libre? –le pregunté, ingenua, sin tener la menor idea de con quién hablaba. Pero bueno, nadie la tenía en ese momento…
–Diez años –me respondió. Y añadió–: Aparte de eso, me dedico a la lucha libre.
–¿Ruda o técnica? –quise saber.
–Ruda de corazón –me dijo, extasiada. ¿Se imaginan? Días después yo no daba crédito…
–¿Y dónde es más ruda? –se me ocurrió preguntarle–. ¿Aquí o en casa?
–En los dos lados.
–¿A quién apoya?
–En casa, a los hijos.
–¿Y aquí?
–Aquí a los rudos –me volvió a decir–. Y al pretendiente.
–Aficionada de hueso colorado –le dije, ya para terminar.
–Sí, de corazón –fue lo último que me dijo.
Una semana después, cuando la apresaron y su rostro salió en todos los televisores del país, en todos los periódicos y noticieros, cuando aquella imagen de la asesina –posando junto al busto de arcilla que se hizo a partir de su retrato hablado– se instaló para siempre en el imaginario popular, tuve un ataque de histeria. Mi entrevista fue reproducida en muchos lados; los jefes de la televisora me llamaron para felicitarme, y hasta un aumento me dieron, pero yo no me podía quitar de la cabeza el hecho de haber estado frente a frente con una asesina de la vida real. Tuve pesadillas. Me despertaba en las madrugadas sudando frío. Imaginaba que la Mataviejitas entraba en mi casa para reclamarme, como si mi entrevista hubiera propiciado su captura, como si aquel primer encuentro con los reflectores anticipara su inminente fama. Imaginaba que me decía: “Te voy a matar. Aunque seas joven, voy a poner mis manos alrededor de tu cuello y te voy a estrangular lentamente, porque eres la culpable de mi tragedia”. Me puse tan nerviosa y paranoica que mejor me fui de vacaciones. Y aunque poco a poco me sentí mejor, Chana Barrera se convirtió en mi obsesión. Seguí atentamente todas las noticias que surgieron a partir de su detención. Grababa los noticieros, tomaba apuntes.
Supongo que quería entender el porqué de tan insólita coincidencia, por qué fui yo quien la entrevistó tan solo una semana antes de su detención. Entre todos los reporteros, entre todos los aficionados, la Mataviejitas y yo tuvimos nuestro momento en una especie de cita cósmica. Nunca he creído que se tratara de mi olfato periodístico, sino de… me estoy desviando. Lo que quiero decirles es que me volví experta en ella, y por eso me sé su vida al derecho y al revés.
Es un personaje complejo, con una historia familiar terrible, que desde su niñez sufrió los peores abusos. Chana Barrera no conoció el amor de pequeña y, sin embargo, estoy convencida de que posee una gran capacidad para amar. Por más que haya asesinado a sangre fría: ella repartió amor a sus hijos, a sus parejas. Incluso se casó en la prisión. Lo que les estoy contando es la historia de una mujer que siempre ha buscado dar el amor que nunca tuvo. ¿Entonces por qué mató? ¡A mí no me pregunten! No soy criminóloga. No tengo la capacidad para analizar su mente retorcida. Solo sé que la tuve cerca, que vi el brillo en sus ojos mientras la entrevistaba. Porque el otro gran amor de Chana Barrera, además de sus hijos, es la lucha libre. Nadie sabe cómo va a reaccionar cuando se queda sin nada. Recuerden que uno de sus hijos murió brutalmente asesinado. Luego el médico le dijo que no podía volver a luchar, por la lesión que se hizo en la espalda. ¿Y perderlo todo justifica el asesinato? Me lo pregunto a diario…
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