Cultura

El laurel invisible

A propósito del curso Poesía y traducción, que iniciará el próximo martes 11 de abril, a las 6:00 p. m., y que coordina el poeta Vicente Quirarte, compartimos con los lectores de Crónica un fragmento de su discurso de ingreso a El Colegio Nacional, que dictó el 3 marzo del 2016

el colegio nacional

Vicente Quirarte, miembro de El Colegio Nacional.

Vicente Quirarte, miembro de El Colegio Nacional.

Gerardo Márquez Lemus

                                        Discurso de ingreso

                                                (Fragmento)

Cuando se hace del trabajo creador eje principal de la existencia, lecturas obligadas son aquellas que examinan los afanes del joven. Pablo Neruda evoca su fiebre ante las páginas del Juan Cristóbal de Romain Rolland; con la misma pasión acudimos a la pregunta sin respuesta en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge o a las Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke; a El diablo en el cuerpo de Raymond Radiguet; a El juguete rabioso de Roberto Arlt; a Los niños terribles de Jean Cocteau.

James Joyce puso todas las cuerdas en su sitio al consagrar su primera novela, desde el título, a la anatomía del joven artista, como también lo hizo Marcel Proust en las páginas de Jean Santeuil. Jack London demuestra en Martin Eden que el trabajo creador demanda constancia y resistencia contra la estéril lobreguez de uno mismo y sobre todo contra el señuelo que permite distinguir entre éxito y victoria.

El sol incandescente y ejemplar lleva por nombre Arthur Rimbaud, adolescente que al herir mortalmente a la poesía, la hizo más grande y nueva al obligarla a caminar por delante de la acción. Entre otras muchas cosas nos enseñó que el cobarde huye y el valiente abandona. Sólo entonces puede ostentarse el orgulloso título de El abandonado, tras dar la media vuelta, soberbia y definitiva. Así es como puede escribir Gilberto Owen:

Yo, en altamar de cielo,

estrenando mi cárcel de jamases y siempres.

Dos poetas decisivos para la forja de nuestra moderna tradición dejaron testimonio de su entrada en un dominio incierto y total. Luis Cernuda en “Historial de un libro” y el citado Neruda en las páginas iniciales de sus memorias. Con el título “Infancia y poesía”, demuestra la equivalencia de ambos términos. Infancia es poesía porque no hay intermediario entre el milagro y quien lo experimenta. Dice José Emilio Pacheco en estos dos fragmentos de Jardín de niños, escritos para el libro-objeto del mismo título con Vicente Rojo:

Pero el niño reinventa las palabras

y todo adquiere un nombre. Verbos actuantes,

muchedumbre de sustantivos. Poder

de doble filo: sirve lo mismo

a la revelación y al encubrimiento.

[…]

Como un poeta azteca o chino,

el niño de dos años se interroga y pregunta:

—¿Adónde van los días que pasan?

La memoria infantil es prueba de la convivencia con un reino donde imaginación y realidad, deseo y consumación carecen de fronteras. Sólo mediante la experiencia es posible la vuelta a la inocencia, al encuentro inicial con el misterio. El nacimiento a la poesía debe tener la fuerza instantánea del relámpago: furia y fulgor al mismo tiempo. Trueno y despertar.

[…] Jaime Torres Bodet lo sintetiza en sus memorias infantiles: “Un ansia de ser me oprimía el pecho materialmente, como si el corazón me hubiera crecido mientras soñaba”. La revelación está dada en los primeros años. Lo siguiente es disciplina y cultivo de la fuerza.

Luis Cernuda expresa la radical metamorfosis: “una de aquellas tardes, sin transición previa, las cosas se me aparecieron como si las viera por vez primera”. Un niño mexicano llamado Octavio Paz vivía una experiencia similar al otro lado del océano:

Una tarde, al salir corriendo del colegio, me detuve de pronto; me sentí en el centro del mundo. Alcé los ojos y vi, entre dos nubes, un cielo azul abierto, indescifrable, infinito. No supe qué decir: conocí el entusiasmo y, tal vez, la poesía.

La palabra Juventud da título a dos novelas. Una publicada por Joseph Conrad en 1898 y otra de J. M. Coetzee aparecida en 2002. Un siglo las separa. El genio de ambos autores las hermana. En el primer caso se trata de un joven de veinte años en su primer viaje marino al Oriente; en el segundo, otro —acaso el mismo— llega a Londres para enfrentarse a la poesía, la ciencia y el amor. Escribe Conrad:

[…] la sensación de que podría resistir cualquier cosa, vencer al mar, a la tierra y a todos los hombres, ese sentimiento engañoso que hace que nos elevemos a las cimas de las alegrías, hacia los peligros y el amor, hacia la insensatez y la muerte; la convicción de que la fuerza siempre triunfa, de que el calor de la vida se encuentra en un puñado de polvo, ese ímpetu del corazón que cada año se torna un poco más débil, más vago y más frío hasta que acaba pereciendo, pereciendo demasiado pronto.

Cartelera.

Cartelera.