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1526
¿Es esta su ciudad? ¿Es acaso este su nombre?
La ciudad se llamaba Tenochtitlan, y el nombre de él era Opochtli, el de la mano izquierda, porque siempre dibujaba con esa mano, a pesar de la oposición de su padre, Tenampi Cuautle. No conserva su nombre, ha perdido su altépetl.
Todo su mundo ha sido sepultado en las ruinas de la ciudad. Su padre prefirió quitarse la vida antes de perecer por la mano de los españoles, dejándolo en la orfandad a él y a su hermana. Como los cadáveres amontonados en las calzadas, hediendo y pudriéndose así sus recuerdos de esos días finales. Han pasado ya más de cinco años y ahora este lugar se llama Ciudad de México, capital de la Nueva España, y a él le han cambiado también el nombre: ha pasado a llamarse Diego. Así lo han bautizado. A él, como a otros pocos grandes, les han dejado conservar el apellido; a los demás también eso les han quitado. Diego Cuautle habla mexicano y castilla, y ahora también el latín de los frailes. Ellos dirían que corre el año del Señor de 1526.
Pero sigue siendo en su lengua materna que se pregunta si esta es su ciudad aún, si debajo de los recuerdos y los cadáveres y las casas destruidas ha quedado algo de él, de los suyos.
Hubiese estudiado, como su padre, en el calmécac. En cambio, los frailes se lo han llevado a su casa cerca del Templo Mayor, donde están edificando un convento grande que llamarán San José de los Naturales. Él los acompaña muy seguido a ver las obras. Quieren que siga estudiando y luego se ordene, como ellos, de sacerdote.
Le ha tomado cariño uno de los frailes que llegó apenas hace dos años, fray Toribio. A los frailes los recibieron Cortés, Pedro de Alvarado y Cuauhtémoc entre fiestas que duraron varios días. A fray Toribio no solo le interesa que dibuje o le lea antiguos libros de figuras, sino que le cuente de su vida personal antes de la destrucción de la ciudad. Que le refiera todo acerca de su fundación, de la llegada de su pueblo al valle, de los esplendores de Tenochtitlan.
Esta mañana de septiembre apenas clarea y se despeja el cielo de una incipiente llovizna. Fray Toribio lo invita a salir del convento, a que lo acompañe a comprar unas cosas junto al Portal de Mercaderes, que estaba en obra. Todo el lugar era un lodazal y se inundaba mucho. Caminan un largo tiempo hasta ahí, al lado del edificio del Primer Cabildo, en esta que ya no es su ciudad, sino la que ellos, los teules, llaman Ciudad de México.
Lejanos parecían los días de la limpieza del altépetl, cuando Hernán Cortés se fue a vivir a Coyohuacan mientras mandaba sepultar los miles de cadáveres que hacían imposible el tránsito. La fetidez aún no la abandona, y sabe que así será mientras camina por las calles recientes de la nueva traza de la ciudad que el capitán Ma-linche, como le llamaban a Cortés, mandó a hacer a Alonso García Bravo. A ese soldado, a quien los españoles llamaban buen geométrico, se le pidió que hiciera la nueva delineación allí donde antes estaban el Templo Mayor y las casas del tlatoani Moctezuma y de sus principales. Ahora ni siquiera se puede caminar por los tantos indios —así les llaman los teules a los mexicas porque equivocadamente un marino, Cristóbal Colón, creyó que en estas tierras se hallaban las Indias, según le han explicado los frailes en Tlaltelolco.
Indios y españoles van y vienen en un frenesí de construcción. Todos quieren tener una casa, o mejor un pequeño fuerte, en el solar que les ha sido asignado por ganar la guerra y destruir a los suyos. El propio Cuauhtémoc, quien vivía ahora en Tlaltelolco, en un palacio que llaman el Tecpan, fue puesto al frente de quienes limpiaban la ciudad y él tenía que pedirles a sus antiguos súbditos que destruyeran las casas y los templos para edificar la ciudad nueva. ¡De dónde iban a sacar las piedras para tanta y tanta casa solariega! Los predios repartidos a estaca y cordel. Si el español fue conquistador tiene derecho a propiedad de dos solares, pero deberá construir en ellos o podría perderlos.
—Mala costumbre de esta tierra —le dice fray Toribio a Diego—, porque los indios hacen las obras y a su costa buscan los materiales y pagan a los pedreros y carpinteros. He visto que si no traen de comer ayunan para seguir trabajando.
—No es costumbre, Motolinía, es por obligación. Les pegan o los maltratan. No sabe cuántos ya han muerto por andar acarrean-do piedras de un lado para otro. No es vida para ellos, pero no tienen elección.
—¿Por qué me dices Motolinía, hijo? —A Diego le molestaba aún que fray Toribio le llamara así, como si su padre verdadero no hubiese muerto por culpa de ellos, de los teules.
—¿No le han dicho? Por pobre, pero también por lástima. Repito lo que oigo. Todos le llamamos así porque nos causa compasión la pobreza de su ropa rota y vieja.
—Fue el viaje desde Veracruz hasta aquí, o quizá la misma travesía, la que nos destruyó los hábitos. Pero me gusta el nombre. Creo que cambiaré el mío. Dejaré de llamarme Benavente. ¿Me dirías Toribio Motolinía? Es la primera palabra que aprendo de tu idioma. Es como si tú también, hijo mío, me hubieses bautizado. Será más fácil además para vosotros llamarme así.
Caminan por la plaza Mayor rumbo al predio que será el nuevo convento. Hernán Cortés ha edificado un hospital en el lugar donde él y el tlatoani Moctezuma se encontraron por vez primera. Se con-templa desde unas calles antes el Hospital de Jesús, a donde también Motolinía va algunos días a oficiar misa. A Diego le ha impresiona-do el artesonado del techo y la hermosura del edificio. Ahora lo ha acompañado a socorrer enfermos y bautizar niños recién nacidos. Bautizar es una obsesión para Motolinía, piensa que solo así estas gentes como él dejarán de ser bestias para ser salvados por su Dios.
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