Cultura

“La mirada de las plantas”, de Edmundo Paz Soldán

Fragmento tomada de la novela “La mirada de las plantas”, publicada por editorial Almadía

rincón almadía

"El país de la escuela", de Winslow Homer.

Fragmento

¿Qué dirá el doctor Dunn cuando lo vea? ¿Se acordará de él? Rai no era de sus alumnos destacados en San Simón y había pasado tanto tiempo. La oferta del laboratorio: un piadoso salvavidas que permitió disimular su despido del Centro. No lo habrían contratado si no hubiera sido por el hecho providencial de que Dunn fue su maestro, algo que Rai mencionó con insistencia. Su entrevistador rescató un detalle fundamental del informe negativo del Centro sobre sus terapias alternativas: lo cuidadoso que era con las dosis (tuvieron la gentileza de no mencionar la verdadera razón de su despido). Todo es un problema de dosis, comentó Rai. La diferencia entre la maravilla y el daño cerebral es un problema de dosis. ¿Dónde había escuchado eso? Quizás del mismo Dunn, en clase.

El informe negativo del Centro: hacía cosas no permitidas con sus pacientes. Ellos confiaban en los métodos del nuevo psiquiatra: técnicas de hipnosis, teatro y fisioterapia con tal de relajarlos. Pobres locos, algunos inteligentes y otros con la edad mental de un niño.

Tantas veces lo mismo, pensó cuando lo despidieron: debía volver a utilizar los contactos de su madre para conseguir trabajo. Por suerte, sin embargo, ella no tuvo nada que ver con la llamada del laboratorio.

En el salón comedor las pisadas y las voces se amplifican y repiten, ecos sigilosos de la realidad. A la hora del desayuno una paraba rojiazul llamada Yimi camina entre las sillas haciendo gárgaras, partes del cuerpo sin plumas. Rai le ofrece un dedo, la patita, pero la paraba lo mira con suspicacia y no se le acerca. Yimi se trepa al reborde de una ventana y se arranca las plumas a picotazos; Rai intenta evitar que lo haga y la paraba lo ataca. Una de las enfermeras –los tacos desequilibrados y un respingo a manera de nariz– la tranquiliza y la sube a su hombro. Le pregunta a Rai si está bien.

–Por suerte no me agarró –Rai se frota los dedos–. Temperamental el bicho.

El libro.

El libro.

–Ha sufrido un montón, doctor. Más bien que está viva, hubiera visto cuando la trajeron, tenía un cortocircuito en la cabeza y no paraba de temblar. Estrés total. Los cazadores no les tienen piedad.

Rai trata de sonreírle a la paraba pero Yimi no se inmuta. La enfermera le extiende la mano: Yesenia, mucho gusto.

En una mesa larga: platos de sandía y papaya, jugos de copoazú, camu camu, cacharana. Una chiquilla sale de la cocina llevando platillos de huevo revuelto. Un ventilador tartamudo, incapaz de protegerlos de la humedad. Hormigas cabezonas en el azucarero. Rai filma al equipo del laboratorio con la cámara de su celular, hace zoom a los rostros, saca sonrisas y saludos. Una ingeniera informática bajita lo saluda agitando la mano y regresa a su laptop. Yesenia posa para él con la paraba en el hombro:

–Espero que nos haga famosos, doctor.

En una mesa están los representantes llegados de San Pablo para mostrarle al doctor Dunn los progresos en el diseño del juego. Hablan en portuñol, llevan chinelas y jeans, mueven la cabeza de arriba abajo, un ojo en el interlocutor y otro en el celular. El laboratorio es parte de Tupí vr, una compañía brasileña de realidad virtual que ofrece a los usuarios la posibilidad de tener experiencias psicotrópicas sin necesidad de probar alucinógenos: la utopía de drogarse sin drogarse, un delirio tecnológico detrás del delirio neurológico natural, piensa Rai. Uno se pone el casco y el buzo háptico, el usuario escoge si quiere viajar en ácido, hongos o, pronto, alita del cielo, y ya está. Las pruebas de alita del cielo con los voluntarios en el laboratorio intentan atrapar la lógica de la experiencia química, construir una taxonomía de imágenes producidas por la sustancia lisérgica para replicarla luego en un juego de realidad virtual.

La doctora Valeria Cosulich –asistente de Dunn– se sienta al lado de Rai y se asombra ante sus picaduras:

–Le dieron una buena bienvenida. Pero no se preocupe, la piel se acostumbra rápido. ¿Me está filmando? Por favor no, no soy fotogénica a estas horas.

–Un recuerdo de mi primer día en el trabajo, doctora.

–Está bien, solo un rato.

Se arregla los rizos que le caen sobre la frente y le agradece que haya aceptado formar parte del proyecto La mirada de las plantas.

–Queremos los ojos de la alita, es una planta mágica. Su mirada nos pierde y encuentra, una la prueba y es como mil terapias a la vez. Enciende la memoria, ayuda a enfrentarse a los traumas, incluso a aceptar la muerte. Supervisar a los voluntarios no será difícil. Solo hay que tener cuidado con los malos viajes.

–Pensé que todo era bueno con la plantita –Rai guarda el celular.

–Casi. La plantita toma lo que uno le da, y si no es bueno, ahí lo quiero ver.

Sánchez, el encargado de mantenimiento que lo recogió del aeropuerto, apoya en la mesa una manaza de venas hinchadas. Rai se fija en sus brazos velludos, el pelo que le brota del pecho y se exhibe por la parte superior de la camisa desabotonada, y piensa en el hombre lobo.

–Solo sé que sos de Cochabamba, Rai –Sánchez está boleando, le ofrece coca yungueña y él la rechaza–. Tu mamá es famosa, ¿no? La dueña del Miss Cochabamba…

–Fama de pueblo chico. Hace años que organiza esas vainas, ahora anda de capa caída. Las agencias de modelos la tumbaron. Ahora todas quieren ser Chicas Fit o influencers en Instagram.

Qué bueno hablar de su madre y no de él; a la gente le gusta llenar sus oídos y su lengua de las misses. Los concursos de belleza se deslizan a la irrelevancia, pero como no hay industria de telenovelas ni cine nacional las reinas son todavía la realeza; degradada, pero realeza al fin.