Cultura

"Obscuritas (Destino)", de David Lagercrantz

Fragmento del libro "Obscuritas (Destino)", © 2022, David Lagercrantz. © 2022 Traducción: Martín Lexell y Alberto Sevillano. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México

letras planeta

"Elvis I & II", de Andy Warhol.

                                       Capítulo 1

El comisario jefe era un idiota.

Vaya porquería todo esto, una cosa totalmente absurda.

El comisario Fransson se metió en un largo y malhumorado discurso. Micaela Vargas no sopor­taba escucharlo y, además, hacía demasiado calor en el auto. Al otro lado de la ventanilla se sucedían las casas señoriales de Djursholm.

—¿No lo hemos pasado? —preguntó.

—Tranquila, bonita, tranquila; no es que este sea precisamente mi barrio —contestó Fransson al tiempo que se daba aire con la mano.

Poco después atravesaron la puerta de una reja y continuaron por una extensa zona ajardinada hasta llegar a una casa de piedra muy grande, pro­vista de pilares claros a lo largo de la fachada, y el nerviosismo que Micaela sentía se intensificaba. En realidad trabajaba como policía de barrio, pero ese verano la habían trasladado a homicidios para participar en una investigación, porque el hombre sospechoso de ser el autor del crimen era un conocido suyo: Giuseppe Costa. Hasta el momento su trabajo consistía en poco más que hacer compro­baciones sencillas y ser la mensajera. Aun así, ese día le habían pedido que fuera a ver a un tal profe­sor Rekke, quien, según el comisario jefe, les iba a poder ayudar con el caso.

—Esa debe de ser la señora —dijo Fransson señalando a una elegante mujer pelirroja vestida con unos pantalones blancos que había salido a la escalera de entrada a recibirlos.

Como salida de una película, pensó Micaela, sudorosa e incómoda, antes de bajar del auto y atravesar la grava perfectamente rastrillada que había delante de la casa.

La novela.

La novela.

Capítulo 2

Micaela tenía por costumbre llegar muy temprano a la comandancia; pero esa mañana —cuatro días antes de ir a ver al profesor Rekke— estaba toda­vía en casa, desayunando, a pesar de que eran más de las nueve. Sonó el teléfono. Era Jonas Beijer.

—A la oficina del comisario jefe, todos —dijo.

No aclaró el motivo de dicha reunión, pero a Micaela le dio la sensación de que era importante. Se acercó al espejo del recibidor y se puso a jalar la su­dadera que llevaba puesta. Era de la talla XL y le quedaba grande y holgada. Parece que quisieras es­conderte, hermanita, habría dicho Lucas, pero Mi­caela decidió que estaba bien. Antes de salir para el metro se pasó un cepillo por el pelo y se peinó el fleco de forma que casi le tapaba los ojos.

Era 15 de julio de 2003, y Micaela acababa de cumplir veintiséis años. Había poca gente en el tren. Encontró una fila de asientos vacía, se sentó y se sumió en sus pensamientos.

Evidentemente no resultaba nada raro que el caso interesara a las altas esferas de la policía. Puede que el homicidio en sí fuera un simple arrebato de locura, un acto cometido bajo la influencia del alcohol, pero había otros factores que otorgaban un peso especial a la investigación. La víctima, Jamal Kabir, era un refugiado político del Afganistán de los talibanes y árbitro de futbol, y lo mataron a pedradas al final de un partido de juveniles en el campo de Grimsta IP. De ahí que el comisario jefe Falkegren, naturalmente, no quisiera perderse la acción.

Bajó en Solna Centrum y continuó hasta la comandancia que estaba situada en la calle Sundbybergsvägen. Durante el camino se propuso tomar de una vez la palabra y explicarles todo lo que le parecía que hacían mal en la investigación.

Martin Falkegren era el comisario jefe más joven del país, un hombre que se preciaba de mirar siempre hacia delante y estar en la onda de todo lo nuevo. Llevaba sus ideas como medallas en el pecho, decían, no sin cierto tonito, pensaba él. No obstan­te, se sentía orgulloso de su actitud abierta, y ahora la había vuelto a demostrar con la introducción de un método novedoso. Quizá no tuviera buena acogida, pero, como le dijo a su mujer, fue la mejor conferencia que había oído en su vida. Claramente merecía la pena que lo probaran.

Buscó más sillas y puso unas botellas de agua Ramlösa y dos recipientes con caramelos de regaliz que su secretaria había comprado en la tienda libre de impuestos en un crucero a Finlandia, atento en todo momento por si oía pasos acercarse por el pasillo. Aún no venían, y por un momento la fi­gura de Carl Fransson le cruzó la mente. Visuali­zaba su corpulento cuerpo y su mirada crítica. En realidad, pensó, no se le podía reprochar nada. A ningún policía a cargo de una investigación le hace mucha gracia que el jefe se entrometa en su trabajo.

Sin embargo, las circunstancias eran especiales. El autor del crimen, un italiano narcisista, loco de atar, los estaba manipulando de lo lindo. Una au­téntica vergüenza, para hablar claro.

—Perdón, ¿soy la primera?

Era la joven chilena. Había olvidado su nombre, solo se acordaba de que Fransson quería apar­tarla de la investigación. Al parecer, le llevaba siempre la contraria.

—Bienvenida. Creo que todavía no nos cono­cemos —dijo tendiéndole la mano.

Ella se la estrechó con un apretón firme y Falkegren aprovechó el momento para examinarla de arriba abajo. Era bajita y de constitución robusta, y tenía una melena gruesa y rizada que llevaba con un largo fleco peinado sobre la frente. Sus ojos grandes y un poco rasgados poseían un intenso brillo negro. Había algo en ella que le atraía a la vez que le invitaba a mantener la distancia; le dieron ganas de sentir el tacto de su mano unos segundos más, pero se sintió inesperadamente cohibido, de modo que se limitó a murmurar:

—Conoces a Costa, ¿verdad?

—Sé quién es, al menos. Poco más —contestó Micaela—. Los dos somos de Husby.

—¿Cómo lo describirías?

—Es un poco payaso. Solía cantarnos en el par­que. Cuando se da a la bebida se puede poner te­rriblemente agresivo.

—Sí, eso resulta obvio. Pero ¿por qué nos mien­te con tanto descaro?

—No estoy segura de que mienta —repuso ella, y a Falkegren ese comentario no le gustó nada.