Cultura

"Un reencuentro insospechado en adelante"

Bárbara Jacobs autora comparte un testimonio íntimo de su matrimonio con Vicente Rojo y cómo ha vivido su viudez. Adelanto de su nievo libro

el colegio nacional

Vicente Rojo.

Vicente Rojo.

INBAL

Ofrecemos a los lectores de La Crónica de Hoy un adelanto editorial del libro "Un reencuentro insospechado en adelante" (El Colegio Nacional, 2023), de Bárbara Jacobs, escritora y ensayista. En esta obra, mitad crónica, mitad ensayo literario, la autora comparte un testimonio íntimo de su matrimonio con Vicente Rojo y cómo ha vivido su viudez.

Conocí a Alba Cama y Vicente Rojo a principios de 1971, a mis veintitrés años y a tres o cuatro meses de haber conocido a Augusto Monterroso, Tito, el 7 de octubre de 1970, en el taller de narrativa que él impartía en el piso 10 de la Rectoría de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), muy poco antes de que, a sus cuarenta y nueve años, Tito y yo empezáramos a ser pareja, época exacta en la que, simultáneamente, por primera vez en mi vida, salía de lo que llamo “el cerco familiar” y me integraba al mundo exterior, a la sociedad intelectual, artística y cultural, específicamente de la Ciudad de México, pero de igual manera la internacional.

Una tarde Tito y yo nos encontrábamos tomando café en Las Lupitas de Coyoacán, ante una mesa que daba del otro lado de la ventana a Francisco Sosa, cuando Tito, que era un decidido entusiasta, exclamó: “¡Mira!”, y acto seguido abrió la ventana, pues caminaban por la banqueta ahí mismo Alba y Vicente.

“¿Cuándo regresaron?”, les preguntó, pues, según supe un momento más tarde, una vez que Tito me presentó con ellos, venían regresando a la Ciudad de México después de una estancia de algunos meses en Barcelona, su ciudad natal. Ellos siguieron su caminata tras decirnos que pronto nos invitarían a comer a su casa. Cuando terminamos de tomar el café, Tito me llevó a mi casa, en Rafael Checa 53, en Chimalistac, que fue la de mi infancia y primera juventud. Luego, en otras circunstancias, cuando heredé esa misma casa, ya casados Tito y yo vivimos veintitantos años ahí. (Tiempo después, nuevamente en otras circunstancias, Vicente hizo que la remodelaran y vivimos aquí, juntos, unos tres años, los últimos de su vida). Pero decía: Tito me dejó en mi casa y regresó a la suya, en Xicoténcatl, Coyoacán.

El libro.

El libro.

Así, y durante los treinta y dos años y meses que duró la relación de Tito y mía (entre noviazgo y boda), fuimos con los Rojo dos parejas de amigos. Con ellos viajamos por México y nos encontramos en Nueva York, Madrid, Barcelona y en otras ciudades de Europa (a Vicente le encantaba manejar y, apenas llegaban a Europa, él rentaba un automóvil y así viajaban, a veces con Tito y conmigo). Por descontado, nosotros y los Rojo fuimos dos parejas de amigos inseparables, como se dice, tanto así que, si un tercero invitaba a comer o cenar a una de las dos parejas, se sobreentendía que debía invitar a la otra, a riesgo del rompimiento de la amistad si no lo hacía.

Pasaron los años; pasaron el tiempo y sus cosas mil, hasta que en enero de 2003 murió Alba, Albita para todos nosotros, y se fue prácticamente de la noche a la mañana, según también se dice. Nos habíamos despedido en noviembre de 2002, cuando los Rojo se fueron a una de sus usuales estancias de tres meses en Barcelona, y, apenas en diciembre de ese mismo 2002, un domingo Tito contestó con júbilo el teléfono y saludó a Vicente. Sin embargo, de inmediato fue evidente, pues la expresión de Tito y el tono de su voz cambiaron, que la llamada de Vicente no era de buenas noticias y tampoco de larga distancia, sino grave y desde la propia Ciudad de México. El asunto fue que, en cuanto llegaron a Barcelona un mes atrás, en noviembre, los médicos detectaron que Albita padecía cáncer de páncreas, lo que significaba que le quedaban uno o dos meses de vida (cuando nos despedimos de los Rojo en una comida, Albita llegó tarde, pues había asistido a una visita con el médico, quien le había asegurado que estaba sana y que por lo tanto podía irse tranquila a su estancia en Barcelona).

De modo que Tito y yo fuimos a Dulce Olivia 57 a despedirnos de Albita, que efectivamente murió en aproximadamente cuatro meses, el 8 de enero de 2003. Tito y yo, con mi mamá y mi hermana, acudimos al velorio, en una de las agencias Gayosso de Cuernavaca, pues allá había fallecido, y allá, en su casa, debajo de un árbol de magnolias, sería enterrada. Una o dos semanas después, Vicente, ya de regreso, solo, en Coyoacán, aceptó que Tito y yo lo invitáramos a comer en un restaurante, para que se distrajera un poco. Fuimos los tres al Cluny, en Avenida de la Paz, cerca tanto de nuestra casa, en Chimalistac, como de la de Vicente, en Coyoacán. Al terminar la comida, que fue natural y agradable, admirablemente serena de parte de Vicente, yo bajé al estacionamiento por el auto. Cuando subí a la avenida, Tito y Vicente caminaban del brazo por la acera. Llevamos a Vicente a su casa y Tito y yo regresamos, aunque afectados por la pérdida de Albita, calmados por lo sereno que habíamos visto a Vicente. En aquellos momentos dejábamos de ser las dos parejas de amigos inseparables que habíamos sido durante tantas décadas felices y empezábamos a ser una pareja con un amigo inseparable, recién viudo.

Tres o cuatro meses después de estos hechos, cuando Tito, luego de un tiempo con leucemia, había muerto —el 7 de febrero de ese mismo 2003—, Vicente empezó a visitarme, primero en la Clínica San Rafael, donde fui internada por mi depresión tras la muerte de Tito. Como paciente, le pedía a mi enfermera de día que me abriera la reja que separaba a los pacientes psiquiátricos graves y pasáramos para que yo pudiera ver cómo trataban de trepar la barda que suponían los llevaría a la libertad. En sus visitas, decía, Vicente podía sacarme a comer y regresarme. Íbamos a un restaurante italiano que estaba al costado de la clínica. Mi hermana me visitaba cada sábado y de paso pagaba; mi mamá llegó a visitarme sólo en una ocasión, más que sentir gusto de verla, a mí me avergonzaba que ella me viera en esas circunstancias. Pero cuando salí de la San Rafael, Vicente siguió visitándome, sólo que ahora en mi casa. Llegaba por mí y salíamos a caminar por San Ángel y San Ángel Inn.

Mi mamá había querido mucho a la pareja Albita y Vicente, aunque con Albita había intimado más, pues podían platicar de temas de cocina, muy entretenidamente. Un día, cuando Vicente me regresó a la casa tras nuestras caminatas, mi mamá me dijo, con ternura y hasta con humor: “Qué se me hace, Babi (mi apelativo de infancia), que Vicente ya te ve con otros ojos…”. No lo pude negar. Entre tímida y disimulada, le comenté a mi vez: “¿Tú crees, ma?”. Y debo añadir de inmediato que mi familia, quienes seguían vivos entonces, vio “la mirada diferente” con la que ahora me veía Vicente, de viudo a viuda, yo diría, más bien, “con muy buenos ojos”. (En contraste con el comentario de mi mamá, recibí otros, pues amigos de Tito y los Rojo, y, sobre todo —esperable— amigas, no tardaron en señalarme que había sido una desfachatez de mi parte haber aceptado a Vicente a los pocos meses de nuestras respectivas viudeces). (Otro paréntesis: Frida Zmud, la psicoanalista de mi primera juventud, fue crítica de mi relación con Tito; pero, en su momento, asistió a la boda).

Así fue como conocí a Vicente y como Vicente y yo nos unimos, en una relación de amor que duró dieciocho años, hasta cuando hace uno (exactamente el 17 de marzo de 2021, cuando él acababa de cumplir, el día 15, ochenta y nueve años) Vicente murió. Y yo pienso ya “dejarme morir” (por no admitir que he querido ayudar con mi propia mano al Destino para llegar a este pronto final), lo que, no obstante, no intentaré mientras no termine precisamente este De un reencuentro insospechado en adelante, que siento como una responsabilidad que le debo a Vicente, a mi familia (viva) y a mis amistades (vivas). Esta historia, trozo de autobiografía, con plena gratitud la empiezo a escribir aquí, en el patio de la entrada de la misma casa de mi infancia que, tras haberla heredado, Vicente hizo reconstruir para nosotros, y a la que apenas a finales de 2018 Vicente y yo nos mudamos, llenos de ilusiones, llenos de ilusiones. ¡Cómo no! (Y, muy dolorosamente para mí, la casa en la que Vicente apenas alcanzó a disfrutar tres años).

Actividades del Colnal.

Actividades del Colnal.