Cultura

"La venganza de Hitler contra los Habsburgo", de James M. Longo

"La venganza de Hitler contra los Habsburgo" (Planeta), © 2022. James M. Longo © 2018. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México

letras planeta

La batalla de Salamina, de Wilhelm von Kaulbach.

La batalla de Salamina, de Wilhelm von Kaulbach.

(Fragmento)

Hitler en el Hotel Imperial, 1938

«Esa noche decidí que algún día regresaría al Hotel Imperial y caminaría sobre la alfombra roja de la deslumbrante habitación donde bailaban los Habsburgo».

Adolf Hitler

A las cinco y media de la tarde del 14 de marzo de 1938 la limusina Mercedes-Benz gris y negra de Adolf Hitler pasó lentamente junto al palacio de Schönbrunn mientras se dirigía al Hotel Imperial, en el corazón de Viena.1 Originario de Austria, a sus 48 años volvía para conquistar la ciudad —y el país— que antes lo conquistó a él. Veinticinco años antes, Hitler había sido vagabundo en las calles de Viena, un hambriento soñador que se sentaba en una banca de los jardines públicos de Schönbrunn. Diez años después había sido enviado a una cárcel alemana por traición. Para la primavera de 1938 era el indiscutido dictador de ambas naciones.

Antaño, el palacio de Schönbrunn y Viena habían sido el hogar de la familia real e imperial de los Habsburgo, quienes gobernaban un imperio que se extendía por Europa y el mundo. Las semillas del impresionante ascenso al poder de Hitler, la historia fáustica de cómo pasó de la miseria al éxito, pueden hallarse en su odio por los Habsburgo y en la visión multinacional que estos tenían para el futuro de Europa.

El libro.

El libro.

Ese día, el elegante y fuertemente blindado convertible de Hitler no necesitaba ventanas a prueba de balas ni coraza alguna. Unas horas antes, su ejército de cien mil soldados alemanes había tomado su país natal, Austria, sin disparar un solo tiro.2 Fue recibido con estruendosos vítores, y él permaneció de pie y con semblante serio para que toda Austria y el mundo lo vieran. Pronto lograría muchas victorias políticas y militares, pero ninguna sería tan dulce como esa. Desde su infancia, el mayor de sus sueños era unir a Austria y Alemania y destruir todo lo que, para él, representaba el Imperio Habsburgo. El resto dependía de esas dos ambiciones.3 Esa tarde de marzo engañosamente cálida logró alcanzar la mitad de sus metas. La segunda mitad involucraría matar a millones y destruir gran parte de Europa.

Adolf Hitler pudo haberse quedado en cualquiera de los espléndidos palacios de Viena, pero insistió en hospedarse en el Hotel Imperial. Ejercía una poderosa atracción sobre él.4 Dos décadas atrás, cuando era un fracasado estudiante de arte sin más opción que ganar dinero paleando nieve, vivió una experiencia transformadora en la entrada de ese hotel. Se celebraba un banquete en honor al heredero al trono de los Habsburgo, el archiduque Karl, y su esposa, la archiduquesa Zita. La noche en que Hitler regresó triunfante a la ciudad que lo rechazó solo compartió con su comitiva una historia sobre sus cinco trascendentales años en Viena.5 El recuerdo que les contó fue el de esa noche despiadadamente fría:

Veía el brillo de las luces y los candelabros en el lobby, pero sabía que para mí era imposible entrar. Una noche paleando tras una fuerte tormenta que dejó varios metros de nieve tuve la oportunidad de ganar un poco de dinero para comer. Por irónico que parezca, a los cinco o seis de mi grupo nos enviaron a limpiar la calle y la banqueta frente al Hotel Imperial. Vi a Karl y Zita salir de su carruaje imperial y entrar al hotel caminando con majestuosidad por la alfombra roja. Nosotros, pobres diablos, paleábamos la nieve echándola a los lados y nos quitábamos el sombrero cuando llegaba un aristócrata. Ni siquiera nos miraban, aunque todavía puedo oler el perfume que alcanzaba nuestra nariz. Para ellos, y de hecho para Viena, éramos más o menos tan importantes como la nieve que no dejaba de caer, y en este hotel ni siquiera tuvieron la decencia de darnos una taza de café caliente. Esa noche decidí que algún día regresaría al Hotel Imperial y caminaría sobre la alfombra roja de la deslumbrante habitación donde bailaban los Habsburgo. No sabía cómo o cuándo, pero esperé a que llegara ese día y esta noche estoy aquí.6

Su extasiado público aplaudió aquella historia sobre un hombre que alguna vez fue ignorado y que ahora ponía al mundo de cabeza. Pocas personas en la historia han empezado desde tan abajo, o llegado tan alto, en un lapso tan breve. La tarde en que Adolf Hitler unió su país adoptivo, Alemania, con su país de nacimiento, Austria, sus pensamientos no estaban concentrados en las celebraciones, sino en la venganza. No se dirigían hacia Karl, quien murió en 1922, ni hacia Zita, quien vivía exiliada en Bélgica. En vez de eso, recaían sobre los huérfanos reales del archiduque Franz Ferdinand, el hombre cuyo asesinato en 1914 detonó la Primera Guerra Mundial. Poco después de que Hitler llegara al Hotel Imperial, el duque Maximilian Hohenberg, hijo mayor del archiduque, su esposa y sus cinco hijos huían del mismo hotel para esconderse.7

Unas pocas horas después del regreso de Hitler a Austria, el duque pasaría de ser el rostro humano del Estado a ser denunciado como enemigo del mismo y a cambiar su palacio por una prisión nazi. Su caída fue tan impresionante como el ascenso de Hitler. Adolf Hitler y sus nazis tenían una lista de enemigos con miles de austriacos que debían ser liquidados. En cuestión de semanas se llevaron a cabo 79 mil arrestos, pero los dos primeros detenidos por la Gestapo, deportados a Alemania y encarcelados en Dachau no fueron judíos, checos, ni los inmigrantes que Hitler señalaba y satanizaba. La noche de su gran triunfo, los dos primeros austriacos que el Führer ordenó arrestar fueron Maximilian y Ernst Hohenberg, los hijos de Franz Ferdinand.8 Les dijo a Hermann Göring y Heinrich Himmler que no tuvieran piedad con ellos, un reto que aquellos competitivos rivales aceptaron prontamente.9

Tras la toma de Austria, Hitler le encargó a la Gestapo otra misión más clandestina. Los agentes recibieron la orden de ayudar a emigrar a Estados Unidos al doctor judío que cuidó a su difunta madre en los últimos momentos de su fatal enfermedad.10 Dos oficiales judíos con los que combatió en la Primera Guerra Mundial también recibieron su protección personal.11 Al igual que el médico de su familia, estos tuvieron la oportunidad de escapar del Holocausto que pronto se desataría sobre los judíos de Europa. El famoso antisemitismo de Hitler podía ser selectivo, pero no estaba dispuesto a concederles clemencia a los hijos de Franz Ferdinand. El odio que sentía por ellos era más personal que el resentimiento hacia sus padres muertos o que su aversión a los millones de víctimas inocentes que estaban por morir en su nombre.