Cultura

"El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México", de Juan Villoro

Fragmento tomado del libro "El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México", de Juan Villoro

rincón almadía

"Four Lane Road", de Edward Hopper.

Sobresaltos: La angustia de la influenza. Diario de una epidemia

El 23 de abril de 2009 escribí un obituario del novelista inglés J. G. Ballard. Entre otras cosas, mencionaba que sus “cataclismos narrativos surgen de los problemas que genera una comunidad, esa forma regulada del apocalipsis”. Al día siguiente, el texto se publicó en el periódico Reforma. Sin embargo, si alguien quería conocer un escenario de Ballard, debía alzar la vista del periódico. El entorno le estaba rindiendo un dramático homenaje: México se había convertido en una de sus tramas, “una forma regulada del apocalipsis”.

El mismo jueves 23, a las once de la noche, el presidente Felipe Calderón declaró una emergencia sanitaria por la aparición de un virus desconocido, cuyos efectos eran semejantes a los de la neumonía, con consecuencias posiblemente más graves.

El 24 volé a Tijuana, donde estaría por dos días. En el aeropuerto tuvimos que llenar cuestionarios sobre nuestro estado de salud. Nadie los solicitó y subimos al avión con los papeles en las manos. Se trataba de un memorándum para nosotros mismos, una medida típica del Gobierno mexicano, que responsabiliza a los ciudadanos de lo que no puede impedir. Cada quien viajaba bajo su propio riesgo.

Me tocó junto a un pasajero que tomó el formulario a la ligera y estornudó durante tres horas y media. Llegué con dolor de oídos y garganta, sensación de mareo e indignación ante la falta de civilidad de la gente que viaja enferma, es decir, ante nada que no se combata con tres tequilas en situaciones normales. Pero nuestra situación había dejado de ser normal, según comprobé el domingo 26 de abril, ya de regreso en la Ciudad de México. El Señor de la Salud fue sacado de la Catedral ese día. Desde 1691 esta pálida efigie de Cristo no abandonaba su nicho. Entonces se usó como talismán contra una epidemia de viruela y ahora se volvía a usar para combatir la influenza de origen porcino que, según las noticias del 27 de abril, había cobrado ciento tres muertes.

El Señor de la Salud recorrió las calles entre una nube de incienso. Luego fue llevado al altar mayor de la Catedral, donde debía permanecer hasta que se superara la emergencia.

El libro.

El libro.

La efigie de Cristo apareció como la de un brigadista en lucha contra una epidemia que, desde mediados de abril, había mandado pasajeros contagiados a Australia, España, Estados Unidos y Canadá. Las señales de mayor alarma venían de lejos, de las oficinas de la Organización Mundial de la Salud (oms). En México sólo se tenían sospechas.

A fines de marzo, en La Gloria, comunidad del estado de Veracruz donde abundan las granjas de puercos, cuatrocientas personas habían enfermado de neumonía, cifra desmesurada en una localidad de tres mil habitantes. El 2 de abril, Veratec, empresa estadounidense dedicada a la biovigilancia, informó que se trataba de un brote de influenza porcina. Los periódicos comenzaron a escribir del tema y el 22 de abril la noticia llegó a la primera plana de Reforma. Sin embargo, el Gobierno esperó hasta las últimas horas del 23 para informar de la epidemia y suspender las clases en las escuelas.

El anuncio fue típico de un presidente sin margen de acción, cuyo sello fue la ambivalencia. Habló a las once de la noche, cuando muchos ya dormían. Quizás escogió ese momento para que la alarma se mitigara al carecer de rating. “Te lo digo para que no lo oigas”, tal parecía ser el lema de la presidencia, digna heredera de Cantinflas.

Se reaccionó tarde y de manera confusa. Sin embargo, el viernes 24 los capitalinos, tan proclives a saltarse un semáforo en rojo, actuaron con extraordinaria disciplina. Se cancelaron cenas y reuniones, la gente dejó de ir al cine (luego los cines cerraron), las misas se suspendieron y sólo unos cuantos restaurantes abrieron sus puertas. Los partidos de futbol se celebraron en estadios vacíos, como una cruel metáfora de la baja calidad de nuestro balompié. El Ejército repartió millones de cubrebocas, dándole a la ciudad insólitos toques azules. En lo alto, el cielo era una mezcla de polvo y contaminación. Las lluvias se habían retrasado. De día, el aire ardía, raspando la piel; de noche, se condensaba en una atmósfera sucia, anunciadora de tormentas que no acababan de llegar.

En nuestra endeble sociedad abundan las teorías conspiratorias. Algunos hablaron de “terrorismo de Estado” para referirse a las medidas tomadas por el Gobierno. Aunque los muertos eran reales, aunque la oms mantenía a México en un rango cuatro de alerta y aunque los médicos confirmaban la gravedad de la epidemia, ciertos opositores al régimen propusieron maratones de besos para combatir la “engañosa propaganda oficial”. Habíamos pasado a una situación digna de 1984, la negra utopía de George Orwell. Las palabras cambiaban de sentido según quien las dijera. La probada incapacidad del presidente llevaba a desconfiar de su método de “estornudar en la parte interna del codo” y algunos lo veían como un nuevo saludo reaccionario. La gripe se había politizado.

De acuerdo con la información oficial, los enfermos reaccionaban bien a los antivirales y se disponía de más de un millón de dosis (para el 27 de abril había cerca de dos mil contagiados). En esta fase, la población disciplinó sus miedos. No hubo tumultos en las salas de emergencia, el Hospital General tenía a diez ingresados por influenza y las clínicas operaban a ritmo normal.

Para romper la cadena de transmisión del virus, se recomendó evitar contactos a lo largo de diez días, un suplicio para uno de los pueblos más gregarios del planeta, que sólo aprecia lo que ocurre en compañía. En México, el primer círculo del infierno es el aislamiento.

Los aztecas solían ajustar su calendario con cinco días “aciagos”, jornadas muertas en las que estaba prohibido actuar: días sin nada, un limbo terrenal. El paréntesis que se nos impuso duplicaba la severidad azteca