El atleta no trabaja con su cuerpo: trabaja siendo su cuerpo.
Y cuando ese cuerpo falla, no pierde una herramienta.
Se pierde a sí mismo.
En el deporte, como en la vida, el cuerpo ya no se habita: se exige.
Se explota. Se mide. Y a veces, se descarta.

A propósito del mes de mayo, una reflexión: en estas fechas tan significativas pensamos mucho en el trabajo, pero rara vez pensamos en el cuerpo. Ese que se levanta a las cinco, que sube al metro, que aguanta, que carga. Ese cuerpo también trabaja. Y en el deporte, es más evidente que en ningún otro sitio: el cuerpo no es solo medio. Es el capital.
EL CUERPO COMO EMPRESA
El deportista no usa el cuerpo: es el cuerpo. Lo entrena, lo disciplina, lo alimenta como si fuera un motor de alta precisión. Cada músculo tiene un precio. Cada gramo de grasa, un valor de mercado. Hay cláusulas sobre el peso, sobre las horas de sueño, sobre los partidos jugados.
Cuando una atleta se lesiona, no pierde fuerza. Pierde valor. Como si el cuerpo fuera una acción en la bolsa. Como si se cotizara por su capacidad de rendir, y no por su capacidad de sentir.
Pero el cuerpo no cotiza en Wall Street. No es de acero ni de carbono. Es carne, tendón, hueso, duda.
NO HAY SALARIO PARA EL ALMA
He visto a atletas llorar después de una operación. No por el dolor, sino por la pausa. Porque alguien más jugará en su lugar. Porque perder el cuerpo —aunque sea por un mes— es quedarse sin empleo, sin identidad, sin propósito.
Cuando el cuerpo es el trabajo, lesionarse es desaparecer.
Y lo peor es que este modelo no se queda en los estadios. Se cuela en la vida cotidiana. En los gimnasios donde se entrena “para verse mejor”, en los relojes que vigilan nuestros pasos, en las apps que nos dicen cómo dormir.
Nos gestionamos como si fuéramos empresas. Como si la fatiga fuera improductiva. Como si el cansancio fuera una falta moral.
El cuerpo ya no se escucha: se mide. Ya no se habita: se optimiza.
CUERPOS DESCARTABLES
Hay una violencia sutil en el deporte moderno: la del reemplazo. Si alguien no rinde, hay otro listo para entrar. Si alguien se rompe, se busca una promesa joven. Si alguien se cansa, se le llama débil. Y no solo pasa con atletas de élite. También con los niños que compiten cada fin de semana. Con los entrenadores que no pueden mostrar vulnerabilidad. Con los aficionados que exigen resultados sin pensar en lo que hay detrás.
¿Quién cuida del cuerpo cuando deja de ser útil? ¿Quién lo repara cuando se quiebra el alma?
Porque no es solo el tobillo lo que se inflama. Es el sentido. Es el lugar en el mundo. Es la dignidad.

PENSAR EN NUESTRO CUERPO
Este mes de mayo, pensemos en los cuerpos que trabajan sin reloj. En los que no pueden pedir vacaciones. En los que no se jubilan: se desgastan.
Y pensemos en el nuestro. ¿Cuántas veces lo tratamos como si no fuera parte de nosotros? ¿Cuántas veces lo forzamos a producir, a rendir, a demostrar, sin preguntarle si podía, si quería?
El cuerpo no es un capital. Es el hogar más íntimo que tenemos. Y cuando se rompe, no se pierde una herramienta. Se pierde la posibilidad de estar. De sentir. De ser.
No lo explotes. No lo gestiones. No lo mires como si fuera un recurso. Es tu primer territorio. Y también tu última trinchera.