
Cuando el rival está en casa
Hay derrotas que no vienen del contrincante, sino del espejo.El pie que tropieza solo. El saque que se va fuera sin razón. El músculo que se tensa justo cuando la gloria se asoma.Y no se trata de falta de técnica ni de suerte.Se trata de otra cosa más difícil de entrenar: la voluntad de vencer sin saber para qué.
Algunos atletas parecen evitar la victoria con una precisión quirúrgica. Llegan al umbral, estiran la mano… y se detienen. No por miedo al fracaso, sino por algo más inquietante: miedo al éxito.Kierkegaard lo llamaría angustia.El cuerpo lo traduce como rigidez.La mente como autosabotaje.
¿Qué ocurre cuando todo ha sido construido para alcanzar algo… y justo cuando ese algo está al alcance, algo dentro de ti no quiere?Tal vez sospechas que el podio está vacío.Que la medalla no pesa nada.Que el triunfo no responde la única pregunta que importa: ¿y después qué?
El triunfo como amenaza ontológica
Viktor Frankl decía que la voluntad de sentido es más fuerte que la voluntad de placer.Pero el sistema del deporte moderno, como el sistema educativo, el laboral, el electoral, opera al revés: nos enseña a buscar logros, no sentidos.A coleccionar trofeos sin preguntarnos qué espacio emocional vienen a ocupar.
Así, muchos atletas entrenan como si el sudor fuera redención, como si ganar fuera equivalente a sanar.Y llegan al momento crucial con la esperanza secreta de que el oro limpie las culpas, cierre las heridas, restituya lo que la infancia quebró.Pero no lo hace.El oro es solo oro.Y entonces, aparece el cuerpo en huelga.
El saboteador interno no es enemigo.Es síntoma.Habla del vacío bajo el logro, de la soledad del héroe, del sinsentido de alcanzar algo que no fue elegido libremente.La victoria puede ser cárcel: te sube, te aplaude… y luego te exige no bajar.Te exige ser “el que ganó” incluso cuando ya no sabes si eres tú.
La angustia de ser sin pretexto (con un taco de nostalgia)
En el fondo, el éxito exige una muerte simbólica.Matar al personaje del esfuerzo. Matar al que siempre “casi” gana.Y vivir con el peso del que ya no tiene excusas.
El saboteo, entonces, es una forma de resistencia.Una negación paradójica que dice: “no quiero este premio porque no sé quién seré después de él.”Y hay algo profundamente lúcido en ese miedo.No es cobardía.Es conciencia.
En México, este dilema tiene nombre propio: el síndrome del Jamaicón Villegas.Un futbolista que, convocado a la selección para una gira por Europa, jugó con el alma en otra parte. Extrañaba la comida, la calle, a su gente. Y eso bastó para que lo sacaran del once titular.No fue un caso clínico. Fue un espejo colectivo.El país entero se reconoció ahí: en el miedo a no estar a la altura del éxito global, en la nostalgia que sabotea el salto, en la angustia de llegar lejos y no reconocerse en lo logrado.
Hacia una ética del logro con alma
No todos los atletas se sabotean.Pero muchos lo hacen porque sienten que no hay lugar para ellos en el éxito.Porque nadie les enseñó a habitarlo.Porque nunca imaginaron una victoria sin abandono.
Quizá lo que necesitamos no es más motivación, ni más disciplina, sino una filosofía del logro.Una que permita ganar sin alienarse.Una que distinga entre competir y perderse.Una donde el éxito no sea un castigo para el yo verdadero, ni una estatua donde quedarse congelado.
Tal vez por eso hay atletas que se detienen a centímetros de la gloria:porque no se reconocen en ella.Porque intuyen —en un acto de lucidez involuntaria— que el verdadero triunfo sería ganar sin dejar de ser.Y si se puede, volver a casa con la tortilla calientita.