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Columna: ‘Es martes y el cuerpo lo sabe’

Respirar bien cambia todo

EL CUERPO QUE PIDE AIRE. Cuando respiramos bien, el cuerpo lo agradece como alguién al que por fin lo dejan correr.

Uno no se acuerda de la respiración hasta que le falta.

Como el equilibrio. Como el tiempo. Como el papel higiénico.

Mientras funciona, nadie la celebra. Mientras entra y sale, callada, obediente, no nos detenemos a pensar que cada inhalación es un acto de supervivencia disimulado. Una especie de pacto automático con la vida.

Pero basta subir una cuesta, correr dos minutos o cargar una bolsa de más, para que el cuerpo lo grite sin filtro: “no estás respirando bien, inútil”. Y no lo dice en tono de burla. Lo dice en serio. Lo dice porque se está ahogando.

LA RESPIRACIÓN COMO ARTE OLVIDADO

La verdad incómoda es que nadie nos enseñó a respirar. Aprendimos por defecto, por pura supervivencia neonatal. Inspiramos por inercia. Y lo peor: respiramos como si no tuviéramos cuerpo, solo cabeza. Todo ocurre del cuello hacia arriba. Pecho rígido, hombros encogidos, diafragma atrofiado. Una respiración moderna, eficiente… y profundamente insuficiente.

Hacer ejercicio no corrige eso: lo evidencia. Al movernos, el cuerpo pone la mesa para un banquete de oxígeno. Si no le llega lo que necesita, no hay negociación: el rendimiento cae, los músculos arden, el corazón se desespera. Y tú, sin saber bien por qué, sientes que “no puedes más”.

Respirar no es jalar aire. Es invitarlo.Y para eso hace falta algo más que pulmones: hace falta intención.

EL CUERPO QUE PIDE AIRE

Cuando respiramos bien, el cuerpo lo agradece como un niño al que por fin lo dejan correr. La respiración profunda no es un capricho de yoguis ni un truco de meditación: es una herramienta fisiológica precisa.

El oxígeno entra por los pulmones, se difunde en los alvéolos, viaja en la sangre como un invitado especial, y llega a los músculos, donde se transforma en energía. Si respiras mal, todo ese proceso se interrumpe. Si respiras bien, el cuerpo rinde más, sufre menos y piensa mejor.

Porque sí: la mente también respira. La ansiedad, la angustia y la fatiga mental se alimentan de respiraciones pobres, superficiales, aceleradas. Y no es una metáfora: está medido, descrito, publicado en revistas con más siglas que alma.

Pero no hace falta una tesis doctoral para comprobarlo. Basta con detenerse. Inhalar profundo. Sentir cómo el abdomen se expande y el tórax se libera. Exhalar lento, como quien por fin deja de fingir.

EL MILAGRO DE VOLVER A INHALAR

Quien ha corrido sabe que hay un punto donde ya no duele el músculo, sino el aire. Es como si la garganta se hiciera estrecha, como si el oxígeno se volviera una sustancia espesa. Pero justo ahí, si logras cambiar la forma en que respiras, todo cambia. No se vuelve fácil, pero se vuelve posible.

Entonces uno se detiene.Y el cuerpo respira.No tú. El cuerpo.

Inhala profundo, como si recuperara algo que había perdido. Exhala largo, como quien por fin suelta una tristeza callada.

Y en ese instante breve, más allá del esfuerzo, uno recuerda que la respiración es el único movimiento que puede ser automático o consciente. El único que no exige moverse del lugar para transformar lo que sentimos.

No es casual que en tantas culturas antiguas el aire fuera lo mismo que el alma. Ni que las palabras “respirar” y “vivir” se confundan cuando falta una de las dos.

Respirar bien no te convierte en atleta. Te convierte en alguien que se da cuenta.Que escucha al cuerpo.Que sabe que antes de cualquier meta, marca o músculo, hay que saber respirar.

Porque respirar es lo primero que hicimos al nacer, y será lo último que hagamos al morir.

Y sin embargo, nadie nos enseñó a hacerlo bien. Hasta ahora.

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