Deportes
'Para entender el deporte...'  --  

​Dr. Mario Antonio Ramírez Barajas

El ejercicio y el acceso a mundos interiores

Viaje sin destino

"La solución reside en moverse", proclamó el médico como un sacerdote pronunciando un dogma de fe. "Camine una hora diaria y regrese en treinta días". Asentí, pero una cuestión quedó en el aire, revoloteando como una mosca molesta: ¿a dónde ir? "No es necesario un destino", contestó con una sonrisa austera, "rodee su calle o invierta en una caminadora para marcar su propio ritmo".

Así pues, me puse en movimiento y me introduje en el parque los primeros días. Era un teatro bullicioso de actividad, un cúmulo de personas corriendo y caminando, un concierto de extremidades recién estrenadas, una orquesta desesperada por recuperar el tiempo perdido. Corrían hacia ninguna parte en particular, medité, quizás una especie de compensación por el tiempo de inactividad acumulado, una penitencia más grave que la mía.

Me camuflé entre ellos, haciendo un papel convincente de hombre concentrado en mi caminata, mirando mi reloj con la seriedad de un abogado. Pero mi engaño era tan transparente como el cristal. ¿Dónde podría uno apresurarse a las ocho de la mañana, vestido para un entrenamiento y cruzando un parque? A la segunda semana, al ver que mi farsa era ignorada, me permití desvanecerme entre la multitud. Luego, equipado con auriculares mudos y la complicidad de un anciano, me volví invisible. Al cabo de un mes, dos kilos menos habían desaparecido.

Concierto invisible

Alentado por esta realidad, adquirí una caminadora. Cada mañana, recorría 2 km con los ojos cerrados, en el santuario de mi sala, al llegar a los primeros 5 minutos de ejercicio, sin pretenderlo, me descubría en una sala de conciertos etérea, con arcos de sonidos inexplorados y melodías que se tejían como damas hilanderas, entonando en coro mi nombre.

Mi familia, en un intento de frenar mis expediciones sonoras, hicieron desaparecer mi caminadora.

Como un director de orquesta sumergido en su mundo de sonidos y armonías.

Como un director de orquesta sumergido en su mundo de sonidos y armonías.

Foto: Autor

Pero superé su estratagema con una bicicleta estática. Llegaba a mi orquesta de ensueño aún más rápidamente, y la sinfonía de las mañanas se convertía en un coro personalizado. Pero lo que verdaderamente resultaba una prueba era el retorno.

Como un director de orquesta sumergido en su mundo de sonidos y armonías, perdido entre las ondas de una melodía inaudible para el mundo exterior, encontraba un santuario sonoro en mi sala de estar. La bicicleta estática se transformaba en mi podio, el escenario desde el cual dirigía a mis músicos invisibles. Cada pedalada no era sólo un movimiento físico, sino también el golpe de una batuta que daba ritmo a la partitura de mis pensamientos.

Del reino musical al mundo físico

El retorno era un desafío, el silencio del mundo real era ensordecedor después de la música celestial de mi recorrido. Cada vez que abría los ojos, tenía que enfrentar el apagón de la melodía, el cierre abrupto del telón, el fin de la función.

Mi sala de estar volvía a ser sólo eso, y mi bicicleta estática se convertía de nuevo en un simple artefacto de ejercicio. La transición era como salir de un sueño lúcido, un viaje de regreso desde un reino musical al mundo físico.

En esa distancia entre la última nota y el primer sonido de la realidad, se encontraba el verdadero desafío.

Es aquí donde surge la paradoja. La bicicleta estática se volvió un vehículo de escape, una nave espacial que me permitía alcanzar nuevas galaxias sin moverme del salón.