Opinión

El laberinto de la gobernabilidad (II)

(La Crónica de Hoy)

¿Se imaginan un gobierno de coalición entre Andrés Manuel López Obrador y el PRI? O ¿Entre la izquierda y Acción Nacional? O, explícitamente, ¿entre el PAN de Felipe Calderón y el Revolucionario Institucional? ¿Es esto una pura chifladura? ¿Es imposible? ¿No se puede siquiera concebir? Pues bien: sostengo que esa es una de nuestras obligaciones políticas e intelectuales: empezar a imaginar cómo hacer cierta y practicable una alianza de dos grandes partidos enfrentados en el gobierno, para el México posterior al año 2006.

¿Por qué estamos obligados a pensar en esa posibilidad? Porque ese es el cogollo de la política contemporánea, acaso, el dato estructural más firme y duradero de la recién nacida democracia mexicana.

Ya en 1988, el electorado le quitó al PRI —entonces hegemónico y dominando el gobierno— la capacidad para emprender reformas constitucionales por sí solo. Más tarde (1997), de manera categórica, también le quitó la capacidad para emitir modificaciones legales merced a una composición así: 239 diputados para el PRI y 261 para el resto de los partidos que se coaligaron para formar el “bloque opositor”.

Luego, en el año 2000, a pesar de la victoria del PAN para la Presidencia, la tendencia se confirmaría: 206 diputados para Acción Nacional, 211 para el PRI y apenas 50 para el PRD. En el 2003 la cosa no haría más que subrayarse: el partido del gobierno retrocedió hasta 148 diputados, el PRI creció hasta 223 y el PRD casi duplica el número de sus diputados para llegar a 97. ¿Moraleja? Que el país se mueve entre tres fuerzas, que éstas suelen permutar y que el partido ganador de las elecciones presidenciales no ha podido obtener —por una, dos, tres veces— la mayoría legislativa.

Es hora de ajustar las anteojeras: quizás el dato más importante y duradero de la nueva democracia mexicana no sea la alternancia en el ejecutivo; tal vez, lo más definitivo sea la ausencia de mayoría legislativa, el hecho de que el Presidente en turno —sea el que sea— no cuenta ni contará por mucho tiempo con los votos suficientes en el Congreso para impulsar su programa de gobierno.

Todo apunta a que esta tendencia estructural volverá a repetirse en el año 2006, ¿y qué ocurrirá? Si nuestra clase política no aprende, si no es capaz de extraer las lecciones básicas de la post-transición, viviremos una nueva versión —más o menos frustrante, más o menos paralizada— del sexenio foxista.

Pero si cambian las cosas, si es capaz de abandonar el libreto de la era política anterior, entonces México sería testigo de un proceso inédito, pluralista, propiamente democrático: la forja de una mayoría legislativa entre partidos tradicionalmente enfrentados para poder gobernar.

Allí está el cambio más importante, el hecho político que ante los ojos de todos, abriría una nueva época en México: compartir el poder. Esa construcción política, absolutamente nueva e inexplorada en nuestra historia, tendría tres requisitos:

El acercamiento serio, sistemático y programático entre el parido en el gobierno y alguno de los grandes partidos opositores.

Una vez iniciado el acercamiento, redefinir de manera conjunta las prioridades y el programa mismo de gobierno.

Asegurar los votos de los diputados del o de los partidos aliados, comprometiendo al mismo tiempo determinadas carteras en el gobierno federal.

Típicamente, ésta es la sencilla fórmula de manual bajo la cual funcionan los gobiernos presidencialistas, y sobre todo, los semipresidenciales: una alianza legislativa con reflejo en el gabinete que impulsa un programa de gobierno común.

No hay popularidad ni capital político que valga, si no se sabe crear esa nueva coalición. En ausencia de esa gran operación, México seguirá dando vueltas a la noria sin atreverse a salir de su adolescencia democrática, (contestataria, impugnadora, dividida) sin cuajar las grandes reformas necesarias, sin despegar su crecimiento económico, sin mejorar la distribución de la riqueza, ni la reforma del Estado, ni las grandes obras de actualización en los muchos campos necesarios.

Pero adentrarnos de lleno en la experiencia de la gobernabilidad democrática, implica dejar atrás el discurso y la ideología de “la transición” y estar dispuesto a vivir un escenario nuevo de alianzas, negociaciones y pactos entre fuerzas normales, legítimas e iguales.

El México pluralista no podrá ser gobernado si no es mediante un pacto entre dos de las tres fuerzas principales, y eso implica una decisión de acuerdo, una amplísima ingesta de sapos y ranas para comprometer al adversario que se quiere en la coalición. Esa será la señal inequívoca de que México ha entrado a una nueva edad de su política…

ricbec@prodigy.net.mx

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