
Woody Allen regresa con Rifkin's Festival: un romance equivocado, en el lugar adecuado, su película número 49 y una coproducción entre Estados Unidos, España e Italia; la cual tuvo un prolongado compás de espera para llegar a pantallas desde su premier mundial, inaugurando la 68 edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián en el complicado 2020.
Y es precisamente ese afamado festival de cine el escenario en donde se desarrolla la trama, que involucra a Mort Rifkin (Wallace Shawn), un intelectual cuya afición por el cine lo ha llevado incluso a dar diversos cursos sobre el tema para una afamada universidad, y quien llega a San Sebastián acompañando a su esposa Sue (Gina Gershon), productora cinematográfica la cual acude allí para presentar y promover una reciente producción suya, dirigida por Philippe (Louis Garrel), cineasta del momento y cuya obra es alabada por el público festivalero.
Rifkin no está atravesando por un buen momento: no ha logrado avances significativos con una novela que lleva ya un tiempo escribiendo; su relación con Sue se está desgastando y enfriando; y además cree estar enfermando del corazón. Y aunque adora el cine, está desencantado de los festivales cinematográficos, ya no encuentra atractivo en las nuevas propuestas de ese rubro, las cuales percibe carentes de sustancia y contenido, y de no tocar los temas verdaderamente importantes. De hecho, sostiene que Philippe es solo un pretencioso carente de originalidad y talento. En resumen, profesa devoción por un cine autoral ya inexistente.
Durante su estancia en San Sebastián Mort se enfrenta a un dilema, cuando por un lado nace en él la sospecha de que su esposa sostiene un affaire secreto con Phillipe, y por otro lado; al asistir a consulta para hacerse un chequeo, termina fuertemente atraído por Jo Rojas (Elena Anaya), una joven y sensible doctora, con quien desarrolla cierta afinidad. Estas situaciones, aunadas a sus dudas existenciales, lo llevarán a cuestionarse no solo sobre el status de su vida sentimental, sino sobre el rumbo y el propósito de su vida reciente.
Para aquellos medianamente al pendiente de la carrera de Woody Allen, será evidente que la premisa de este filme ya fue abordada por él en alguno de sus trabajos anteriores. De nuevo tenemos a un intelectual maduro (alter ego del propio director) aquejado por una neurosis detonante de una crisis emocional y sentimental, a raíz de la cual tratará de cambiar el curso de las cosas, con resultados diversos. Y de hecho, tal argumento ha sido desarrollado de forma más profunda y contundente en películas previas del cineasta neoyorquino.
El atractivo de Rifkin's Festival: un romance equivocado, en el lugar adecuado, es que mientras el protagonista lidia con su caos personal, es asaltado (mientras duerme o en ensoñaciones diurnas) por visiones oníricas de varias cintas clásicas. A consecuencia de ellos, por la pantalla veremos reinterpretaciones de escenas pertenecientes a emblemáticas producciones de Luis Buñuel, Federico Fellini, Orson Welles, Jean-Luc Godard, y (no podía faltar) Ingmar Bergman. De alguna forma (como el título sugiere), Rifkin crea su propio festival cinematográfico en su mente.
Lo anterior, complementado con algunos apuntes del realizador sobre el estatus actual de la industria cinematográfica, le confieren un encanto especial para el cinéfilo, desde el más neófito hasta el más erudito. Y muy probablemente, varios espectadores se entretendrán tratando de reconocer a qué título corresponde cada escena reverenciada.
Pero además, Allen monta un juego metaficcional, usando como vehículo el (auto)análisis del propio personaje quien, como vemos al inicio; le cuenta sus inquietudes a un terapeuta que, sutilmente, cambia de lugar con el espectador, por lo que Mort termina contándole a este último sus confidencias. Y cada una de las escenas elegidas complementan dicho juego, al representar un momento particular del estado de ánimo del protagonista, equiparando su soledad, su perplejidad o su incertidumbre, a la de los personajes centrales de los largometrajes citados y homenajeados por Woody.
De ese modo, el filme le da un pretexto ideal para ejecutar lo que -en el fondo- siempre ha querido hacer: reverenciar a sus propios ídolos a través de la cámara. ¿Qué mejor forma de hacerlo que imitándolos, en la acepción más literal del término?
Quizá para algunos, Rifkin's Festival: un romance equivocado, en el lugar adecuado pueda ser visto como un producto pretencioso. Y para otros, sea una mera e intrascendente bagatela. Sin embargo, hay en él una saludable sinceridad, ligereza e incluso cierta ironía y autoconsciencia de sus limitaciones que le ayudan a no caer de cabeza hacia lo primero, ni terminar siendo solamente lo segundo.
El resultado final podría definirse (apelando al lugar común) como una simple carta de amor al cine. Pero una particularmente entretenida y deliciosa, y con un dejo melancólico al final. Cual si fuese una carta de despedida. ¿Será que el propio Woody Allen está despidiéndose de su público, y planea retirarse? Pues si lo hace con esta obra, no sería una despedida espectacular ni en todo lo alto, pero sí una particularmente sencilla, amable y jovial.
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