Jalisco

La película de Xavier, que compite por el Premio Mezcal en el FICG, es un retrato del periodismo en México y del riesgo de buscar justicia con una cámara al hombro

Cocodrilos: Cuando el periodismo se convierte en sentencia

Hay películas que se sienten como un golpe seco en el pecho. Cocodrilos no sólo duele, quema. Es una historia que nace desde las entrañas de un país donde la verdad tiene precio, y casi siempre se paga con la vida. Como joven periodista, verla fue como mirarse en un espejo que devuelve una imagen con cicatrices anticipadas.

Cocodrilos (Cortesía)

La cinta, dirigida con pulso firme por Xavier, sigue a Santiago Ortiz, un joven fotoperiodista veracruzano que se lanza a retomar la última investigación de su mentora, Amanda González, brutalmente asesinada por el crimen organizado. A través de su lente, y de su necedad por encontrar justicia, Santiago desciende por una espiral de violencia, corrupción e impunidad, como si fuera un ritual inevitable en el ejercicio periodístico de este país.

Aunque la historia se mueve dentro del terreno de la ficción, todo se siente real. Tan real, que incomoda. No hay fantasía ni respiro. Todo lo que vemos —las fosas clandestinas, el silencio comprado, el miedo que se mastica— lo hemos leído en titulares, en notas a pie de página, o lo hemos sentido al escribir sobre temas que sabemos que duelen demasiado.

Lo más perturbador es que, al igual que Santiago, el propio director hace periodismo a través del cine. Se expone, denuncia, grita. Y entonces uno no puede evitar pensar si al contar esta historia, él mismo se convierte en protagonista de un ciclo de riesgo donde el arte y la verdad se confunden.

Como periodista joven, Cocodrilos me confrontó con una pregunta que trato de esquivar todos los días: ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar por contar lo que pasa? Y más importante aún: ¿quién nos va a proteger cuando lo hagamos?

Cocodrilos no sólo es una película. Es un recordatorio urgente de que el silencio también mata, y de que en este país, escribir con verdad puede ser el acto más valiente —y más solitario— que existe.

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