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Trump como sumo pontífice del espectáculo político

Salvador Cosío Gaona

Una imagen de Donald Trump vestido como el Papa ha recorrido el mundo digital como una revelación divina en plena tormenta mediática: tiara dorada, sotana blanca, báculo en mano y una expresión entre mesiánica y autocomplaciente. No importa si fue generada por inteligencia artificial, diseñada como sátira o difundida como arte digital; su efecto simbólico, político y cultural es innegable. Trump ataviado como líder máximo de la Iglesia católica no es solo un recurso visual impactante, es una declaración sobre el poder en tiempos de postverdad.

Desde el inicio de su carrera política, Trump entendió un principio clave del siglo XXI: la política se ha convertido en espectáculo. Ya no basta con gobernar mediante leyes o propuestas; ahora se gobierna también a través de imágenes, símbolos, memes y narrativas que generan viralidad. En ese contexto, vestirse como el Papa representa la cúspide de su estrategia comunicacional. El pontífice católico encarna autoridad moral, espiritual y teológica. Que Trump se revista de esa figura sugiere que se ve a sí mismo como un líder infalible, por encima de las instituciones, los partidos e incluso de la realidad.

Esta apropiación simbólica no es nueva. A lo largo de la historia, los líderes autoritarios han adoptado emblemas religiosos o nacionalistas para consolidar poder. Mussolini recurrió al imaginario romano, Chávez al culto de Bolívar, y Putin a la ortodoxia rusa. Trump no inventa esta estrategia, pero la reinventa en clave posmoderna: no se trata de establecer una doctrina, sino de crear una imagen viral que funcione como provocación y como declaración de poder.

Donald Trump como el Papa

Muchos podrían considerar esta imagen como una sátira sin importancia, una burla destinada a ridiculizarlo. Pero incluso la caricatura más absurda encierra una verdad incómoda. En nuestra era, las fronteras entre lo sagrado y lo secular, entre lo serio y lo irónico, se han difuminado. Un político ya no necesita legitimidad institucional; le basta con atención y viralidad. En este panorama, símbolos tradicionalmente inviolables se convierten en disfraces funcionales.

Trump no es conocido por su fervor religioso. Su alianza con el cristianismo evangélico fue más pragmática que espiritual: una estrategia que le aseguró una base electoral fiel y militante. En ese sentido, vestirlo como Papa no es tan descabellado. Representa la convergencia de dos fuentes de poder que ha manipulado con eficacia: la política y la religión. Algunos de sus seguidores lo ven como un instrumento divino, un elegido destinado a restaurar el orden moral en una sociedad supuestamente en decadencia. Para ellos, la imagen papal no es burla: es consagración.

La noción de infalibilidad papal —el dogma de que el Papa no puede errar cuando habla “ex cathedra”— encuentra su eco en el culto a la personalidad que rodea a Trump. Sus errores se reinterpretan como tácticas, sus contradicciones se justifican, y cualquier crítica se considera un ataque a un movimiento casi sagrado. Vestido de Papa, Trump representa el poder total, la palabra incuestionable, la figura intocable.

Aún más inquietante es lo que esta imagen dice sobre nuestra sociedad. En la era digital, lo sagrado ya no se basa en la fe, sino en el alcance. Lo religioso se vuelve viral, lo espiritual se convierte en contenido, y lo divino se mide en “likes” y retuits. Trump vestido de Papa no representa a Dios, sino al algoritmo. No busca creyentes, sino seguidores. No predica dogmas, sino frases diseñadas para tendencias.

Al final, lo más revelador de esta imagen no es Trump, sino nosotros mismos. Nuestra disposición a consumir el poder como entretenimiento, a aceptar la fusión de lo ridículo con lo sagrado, a transformar figuras públicas en ídolos o villanos sin distinguir entre realidad y ficción. Hemos convertido la política en espectáculo, y a sus protagonistas en actores de una narrativa en constante actualización.

La imagen de Trump como Papa no es solo una provocación visual. Es el reflejo distorsionado de una era donde la política ya no necesita fundamentos, solo necesita impacto. Y si ese impacto es viral, entonces la verdad deja de importar. Porque en la política del espectáculo, lo que cuenta no es lo que ocurrió, sino lo que creemos que ocurrió.

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