
En una decisión que huele más a oportunismo político que a sensatez legislativa, la Cámara de Representantes de Estados Unidos decidió dar luz verde a una propuesta tan insensible como inequitativa: imponer un impuesto del 3.5% a las remesas enviadas desde su territorio. Esta medida, más que económica, es un golpe directo al alma de millones de familias que dependen de esos recursos para sobrevivir, educar a sus hijos y mantener cierta estabilidad.
No se trata solo de cifras ni de tecnicismos fiscales. Se trata de seres humanos. Más de 40 millones de personas en Estados Unidos —muchas de ellas de origen latinoamericano, particularmente mexicano— serán afectadas. Son trabajadores que aportan a la economía estadounidense, que pagan impuestos, que cumplen con sus obligaciones y que, además, envían parte de sus ingresos a sus familias, sosteniéndolas en regiones donde los gobiernos han fallado.
Es ofensivo que este esfuerzo sea visto como una oportunidad recaudatoria. México recibió más de 63 mil millones de dólares en remesas en 2023. El mensaje es claro: castigar al migrante trabajador para cubrir huecos fiscales o para complacer a un electorado que, en tiempos políticos, convierte la migración en chivo expiatorio.
Si esta propuesta es aprobada por el Senado, minará el poder adquisitivo de millones de familias que ya enfrentan inflación y políticas públicas erráticas. También desincentivará el uso formal de canales financieros, empujando a muchos hacia métodos informales e inseguros. Lejos de fortalecer el sistema, lo vulnera; lejos de promover la transparencia, fomenta la opacidad.
Las remesas no son dádivas. Son fruto del trabajo duro, de jornadas extenuantes, de sacrificios y ausencias. Cada envío es un acto de amor y resistencia, una apuesta por la dignidad. Que un Congreso desconectado de su propia población migrante vea en ello una fuente fácil de ingresos, raya en la mezquindad.
Ante esto, el gobierno de México debe responder con firmeza. No bastan lamentos ni tibias declaraciones. Se requiere una protesta diplomática contundente y la movilización de los canales bilaterales para frenar esta amenaza. La relación entre ambos países es compleja pero interdependiente. Si se aspira a una “buena vecindad”, no puede construirse con medidas unilaterales y punitivas.
El presidente López Obrador ha elogiado las remesas como salvavidas de la economía nacional. Ese reconocimiento debe traducirse ahora en acción política. Se necesita defensa institucional, presencia en foros internacionales y una estrategia multilateral que incluya a otros países emisores de migrantes.
También desde la sociedad civil, consulados y actores políticos en Washington, es momento de alzar la voz. La discriminación fiscal es una forma de violencia estructural. Y si bien algunos legisladores republicanos afirman que con este impuesto se financiará el combate al tráfico de personas y el reforzamiento fronterizo, ese argumento es tan falaz como ofensivo. No se puede combatir el crimen gravando al inocente.
La política migratoria estadounidense necesita una revisión profunda, pero no sobre los hombros de quienes menos tienen. Si se quiere frenar la migración irregular y el tráfico humano, se debe invertir en desarrollo, oportunidades en los países de origen y vías legales de migración. Gravar las remesas es castigar al que trabaja por las fallas del sistema.
Este impuesto podría abrir la puerta a una reacción en cadena: si Estados Unidos legitima esta práctica, otros países podrían replicarla, afectando a millones y debilitando el sistema financiero global que debería facilitar el flujo de recursos lícitos y fortalecer la inclusión económica.
En este contexto, la comunidad migrante debe organizarse y exigir respeto. El voto latino, cada vez más determinante en varios estados, debe usar su poder. Los representantes que hoy impulsan esta iniciativa mañana buscarán reelegirse. Que lo hagan sabiendo que cada remesa lleva también una voluntad política que sabrá expresarse en las urnas.
En suma, este impuesto no es solo una cuestión financiera. Es un atentado contra los valores de solidaridad, familia y trabajo que sostienen a nuestras comunidades migrantes. Es una puñalada institucional que no debe quedar sin respuesta. Hoy es momento de cerrar filas en defensa del migrante, que no solo envía dinero: también envía esperanza, arraigo y futuro.
Como la historia ha demostrado, cada vez que se intenta someter al migrante por la vía de la injusticia, la dignidad se impone. Que así sea otra vez. Y que la solidaridad entre pueblos, la que no entiende de fronteras ni de aranceles, prevalezca frente a la mezquindad.