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Colombia ante el abismo: el atentado que podría definir una elección

Salvador Cosío Gaona

El reciente atentado contra Miguel Uribe Turbay, senador y precandidato presidencial del partido Centro Democrático, ha dejado en evidencia el grave deterioro del ambiente político en Colombia. El ataque, perpetrado por un adolescente de 15 años que disparó a quemarropa mientras Uribe saludaba a simpatizantes, no solo interrumpe violentamente una campaña: revive los fantasmas más oscuros de la historia nacional y plantea una amenaza directa a la legitimidad del proceso electoral rumbo a 2026.

Los hechos son alarmantes. Disparos dirigidos a la cabeza y a una pierna, ejecutados por un joven presuntamente motivado por dinero, configuran un episodio que, más allá de su crudeza, simboliza la descomposición de la cultura política colombiana. Aunque la Fiscalía ha abierto una investigación para esclarecer si se trató de un crimen por encargo, la primera evidencia sugiere una violencia sin rostro ni bandera, instalada en los márgenes de una democracia que parece frágil.

No es la primera vez que Colombia enfrenta esta pesadilla. La historia remite de inmediato a los magnicidios de finales de los años ochenta y principios de los noventa, cuando fueron asesinados Luis Carlos Galán, Bernardo Jaramillo, Carlos Pizarro y Álvaro Gómez Hurtado. Hoy, a poco más de un año de las elecciones presidenciales, la campaña se ve envuelta en una atmósfera densa de miedo e incertidumbre.

La figura de Miguel Uribe Turbay encarna una historia profundamente simbólica: nieto del expresidente Julio César Turbay y hijo de Diana Turbay, periodista asesinada tras un secuestro ordenado por narcotraficantes. Esa herencia de dolor y política parecía haber encontrado en él una posibilidad de renovación democrática. El atentado sufrido no solo lo hiere físicamente: reaviva una memoria colectiva que sangra todavía.

Tras el ataque, la tensión se trasladó al ámbito institucional. Diversos partidos y movimientos han exigido al gobierno garantías reales para el ejercicio político. Algunas campañas suspendieron sus actividades. El presidente Gustavo Petro ordenó reforzar la seguridad de figuras de oposición, incluyendo al propio Uribe y al expresidente Álvaro Uribe Vélez. Aunque la medida es necesaria, resulta tardía ante una amenaza que se venía gestando desde hace tiempo.

Más allá de custodiar a los líderes políticos, lo urgente es blindar el debate público, reconstruir una cultura de respeto y civilidad, y garantizar que las diferencias ideológicas no se conviertan en motivos de violencia. Alejandro Gaviria, exministro de Educación, ha advertido en fechas recientes sobre los peligros del lenguaje agresivo: cuando la política se convierte en teatro de confrontación permanente, la violencia encuentra terreno fértil.

El hecho de que los acusados del atentado sean adolescentes en situación de calle, con un historial de abandono y exclusión social, plantea un dilema de fondo. Aunque deben enfrentar la justicia, también son producto de un sistema que no supo protegerlos.

El reto inmediato es doble: fortalecer el sistema de justicia juvenil y, al mismo tiempo, ofrecer alternativas reales de reintegración. Colombia necesita políticas que conjuguen firmeza con humanidad. No basta con endurecer penas; se requiere prevenir, educar y acompañar.

Las estadísticas confirman la gravedad del momento: los homicidios aumentaron un 20 %, los secuestros un 34 %, los desplazamientos forzados se han cuadruplicado y los confinamientos se han multiplicado por diez desde 2016. Colombia encabeza la lista global de asesinatos de defensores de derechos humanos, según Human Rights Watch.

En este panorama sombrío, hubo una reacción esperanzadora. Personalidades como Juanes, Maluma, Carlos Vives y Morat, así como la Iglesia, la ONU y múltiples sectores sociales, condenaron el atentado y demandaron un compromiso común contra la violencia. Esa condena transversal es un primer paso, pero aún insuficiente.

La política colombiana requiere más que buenos deseos. Debe adoptar protocolos de protección eficaces, fomentar el diálogo genuino entre sectores opuestos y recuperar el valor del disenso pacífico. También es imperativo reformar el discurso en medios y redes sociales, donde el odio se disfraza de opinión y la confrontación sustituye a los argumentos.

Colombia está ante una disyuntiva histórica. No es solo una contienda electoral: está en juego la posibilidad de construir una nación donde se pueda debatir sin miedo, disentir sin poner en riesgo la vida. La democracia no es un pacto entre iguales, sino un compromiso entre diferentes que acuerdan vivir bajo la misma ley, en paz.

La fecha del 31 de mayo de 2026 marcará el destino político del país. Pero más allá de quién gane o pierda, lo que está en juego es la calidad del proceso que nos lleva a esas urnas. Colombia no puede permitirse que el atentado a Miguel Uribe Turbay sea una anécdota más. Debe ser una advertencia definitiva. Un punto de quiebre que obligue a cambiar de rumbo.

Porque cuando se atenta contra un político, no solo se dispara a una persona. Se hiere a la democracia entera.

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