Columnistas Jalisco

El pensamiento de Baudrillard frente a los relatos globales del fin: conflictos nucleares, relojes que marcan el fin y la desrealización del mundo

Simulacro del apocalipsis

Simulacro Mientras más se nos muestra, menos ocurre. Y ahí está el verdadero peligro: no en el fin del mundo, sino en su transformación en un espectáculo continuo, una cuenta regresiva eterna que nunca se cumple del todo

En tiempos donde todo parece a punto de estallar, donde la guerra se anuncia con fecha y los ríos con sequía, donde un reloj marca el final de los días y los líderes mundiales compiten en amenazas, lo real ha perdido consistencia. Vivimos rodeados de imágenes, de anuncios, de informes urgentes que advierten del desastre inminente. Pero detrás de la multiplicación de estas señales, lo que se ha roto no es el mundo, sino su capacidad de ser comprendido. Jean Baudrillard, filósofo francés inclasificable, supo leer este derrumbe del sentido antes que nadie, y nos dejó las claves para pensar un presente saturado de catástrofes y desprovisto de realidad.

Baudrillard no fue un pensador sistemático. Fue, más bien, un espectador lúcido del colapso del mundo moderno, y el cronista de su sustitución por una realidad más liviana: la hiperrealidad, esa zona donde los signos, las representaciones y las pantallas ya no reflejan el mundo, sino que lo reemplazan. En su obra Simulacro y simulación (1981), el filósofo sostiene que hemos entrado en una etapa de la historia donde las copias han perdido su original: vivimos rodeados de representaciones que ya no remiten a nada. No hay detrás, no hay base, no hay verdad; solo imagen.

El núcleo de su pensamiento gira en torno al concepto de simulacro, que no es una simple imitación, sino una forma de representación que ya no necesita referirse a algo real. El simulacro no oculta la verdad, como hace una mentira: la borra. Elimina la diferencia entre lo verdadero y lo falso, entre lo real y lo ficticio. Así, el mundo deviene escenario, y la experiencia se desliza hacia un plano puramente simbólico donde todo parece estar presente, pero nada ocurre en realidad.

A este fenómeno, Baudrillard lo llama precesión de los simulacros: los signos ya no siguen a las cosas, sino que las anticipan, las construyen, las ordenan. Lo real queda atrapado en un sistema de signos que se retroalimenta, produciendo una hiperrealidad, más densa, más visible, más espectacular que la realidad misma. En este mundo hipermediatizado, no experimentamos los hechos, sino su edición, su duplicado, su puesta en escena.

Esta lógica se extiende a todos los ámbitos: la política, el consumo, el entretenimiento, la guerra. Todo se vuelve imagen, todo se representa, todo se transmite. Pero mientras más vemos, menos comprendemos. Mientras más se nos muestra, menos ocurre. Y ahí está el verdadero peligro: no en el fin del mundo, sino en su transformación en un espectáculo continuo, una cuenta regresiva eterna que nunca se cumple del todo, porque su propósito ya no es advertir, sino mantenernos atrapados en la fascinación de su posibilidad.

Las tensiones entre Irán, Israel y Estados Unidos —reanimadas con amenazas cruzadas, violaciones de treguas y advertencias nucleares— conforman hoy una narrativa global del desastre, más que una estrategia militar concreta. Lo que se anuncia como guerra inminente se despliega ante todo como espectáculo simbólico, cuidadosamente dosificado en comunicados, titulares y transmisiones. No hay una línea clara entre la estrategia política y la escenografía mediática. Estos anuncios no buscan solo informar: su fuerza está en lo emocional, en lo performativo. Producen angustia colectiva, sensación de colapso, parálisis. Al igual que el Doomsday Clock o las campañas sobre el “día cero” del agua, estas narrativas no remiten a hechos precisos y verificables, sino que operan como signos de un mundo siempre al borde, configurando un simulacro que suplanta lo real y convierte la catástrofe en un guion permanente del presente.

El problema no es que estas advertencias sean falsas. Muchas están basadas en datos científicos o escenarios posibles. El problema es que, al estar envueltas en una lógica de repetición mediática, pierden capacidad de generar acción, pensamiento o transformación. Se convierten en parte del ruido general del colapso. Nos angustian, pero no nos mueven. Nos alarman, pero no nos despiertan. Se trata de una anestesia por saturación, donde la conciencia queda atrapada en la inmediatez emocional del desastre, sin posibilidad de elaborar su sentido.

Baudrillard diría que vivimos el fin del mundo en diferido. No porque no haya peligro, sino porque ya no tenemos acceso a la realidad del peligro. Solo a sus representaciones. Solo a su espectáculo. La guerra que observamos se da en el plano de lo simbólico, sin cuerpo, sin pausa, sin historia.

Y mientras tanto, lo real continúa, silencioso, esquivo, quizás aún disponible para quien sea capaz de resistir el embrujo del simulacro. Quizás, como propone el propio Baudrillard en su ironía más honda, ya no se trata de buscar la verdad, sino de reconocer la pérdida del mundo como un acontecimiento radical, y con ello, asumir la tarea de imaginar otra forma de vivir, de mirar, de actuar.

Porque si el fin del mundo ya ha sido anunciado mil veces, tal vez el verdadero gesto subversivo no sea temerlo, sino dejar de consumirlo. Volver a habitar la realidad no en sus signos, sino en su grieta. Allí donde aún es posible la experiencia, el vínculo, la pregunta. Allí donde, quizá, algo distinto —algo vivo— aún está por comenzar.

Tendencias