Columnistas Jalisco

Gentrificación: el despojo disfrazado de progreso

Salvador Cosío Gaona

Pocas transformaciones urbanas han sido tan discutidas y, al mismo tiempo, tan mal comprendidas como la gentrificación. Presentada con frecuencia como un proceso de modernización o “rescate” de zonas deterioradas, en realidad representa, en muchos casos, una forma de despojo silencioso y una amenaza directa al derecho a la ciudad de miles de personas.

A simple vista, la gentrificación parece una mejora: calles más limpias, nuevas inversiones, edificios renovados, cafeterías modernas y espacios públicos remozados. Sin embargo, bajo esa superficie seductora, se esconde un fenómeno que tiene impactos profundos sobre el tejido social de los barrios tradicionales: la sustitución paulatina de sus habitantes originales por nuevos residentes con mayor poder adquisitivo, lo que genera una escalada en los precios de vivienda, el cierre de comercios populares y, finalmente, el desplazamiento de quienes ya no pueden costear vivir en su propia comunidad.

No se trata, pues, de embellecer la ciudad, sino de quién puede habitarla. Y eso nos lleva a un dilema central en nuestras sociedades: ¿el espacio urbano debe servir al bien común o al interés privado?

La gentrificación tiende a surgir en zonas de alto valor cultural, histórico o geográfico, que durante años fueron desatendidas por la inversión pública. De pronto, esas mismas zonas se vuelven codiciadas por el capital inmobiliario, los fondos de inversión, las plataformas de renta temporal y los promotores de proyectos turísticos o residenciales de lujo. Se promueve así una transformación que no consulta ni incluye a quienes allí han vivido toda su vida, y que reconfigura el barrio no para ellos, sino para otros.

Lo más preocupante de este proceso es que con frecuencia ocurre con la venia —y en ocasiones con el impulso— de las autoridades. En lugar de regular y equilibrar los intereses en juego, muchos gobiernos permiten que el mercado actúe sin restricciones, sin prever el impacto social que esto conlleva. La ciudad, entonces, deja de ser un espacio compartido para convertirse en un producto: se embellece, se revaloriza, se vende.

Mientras tanto, las familias que han vivido durante décadas en esas zonas ven cómo sus rentas se duplican, cómo los servicios básicos se encarecen, cómo los comercios que frecuentaban son reemplazados por boutiques y cafeterías con precios inalcanzables. La presión es constante, y llega un momento en que marcharse no es una opción, sino una necesidad. No hay desalojo legal, pero hay expulsión económica y cultural.

Esta forma de desplazamiento forzado suele estar acompañada de una narrativa peligrosa: que los nuevos habitantes “mejoran” el barrio, que traen orden, seguridad y civilidad. Con ello, se criminaliza implícitamente a los habitantes originales, como si el valor del espacio dependiera del perfil socioeconómico de quien lo habita. Así, la gentrificación no solo reordena el territorio; también impone un discurso clasista y excluyente.

Cabe preguntarse: ¿es esto el progreso? ¿Puede llamarse desarrollo a un modelo que expulsa a los más vulnerables, que rompe redes comunitarias y que reconfigura la ciudad para unos pocos? El verdadero desarrollo urbano debe ser inclusivo, participativo, respetuoso del arraigo y de la diversidad social. No basta con calles limpias y fachadas nuevas si eso implica arrancar de raíz la historia y la vida cotidiana de una comunidad.

Frente a esta realidad, es urgente repensar nuestras políticas de vivienda, uso de suelo y desarrollo urbano. Se requieren mecanismos eficaces de protección a los habitantes de barrios en riesgo de gentrificación: control de rentas, apoyo al comercio local, regulación de plataformas de hospedaje temporal, incentivos para la vivienda social, y, sobre todo, participación comunitaria real en la toma de decisiones.

Defender el derecho a la ciudad no es un asunto ideológico ni un capricho: es garantizar que todos, sin importar su nivel de ingresos, tengan la posibilidad de habitar, construir y permanecer en su entorno. Porque la ciudad no es una mercancía; es un espacio vivo, colectivo, lleno de memoria, cultura y sentido.

No se trata de oponerse al cambio, sino de exigir que ese cambio sea justo. Que las transformaciones urbanas no se traduzcan en despojos. Que el progreso no signifique exclusión. Que la ciudad del futuro no borre a quienes la han construido con su historia, su esfuerzo y su comunidad.

La gentrificación, cuando no es regulada, no moderniza: desplaza. Y frente a ello, la defensa de los barrios tradicionales y de quienes los habitan se convierte en una causa legítima, urgente y profundamente humana.

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