
La detención en Paraguay de Hernán Bermúdez Requena, ex Secretario de Seguridad Pública en Tabasco acusado de encabezar al grupo criminal La Barredora, fue presentada en los medios de comunicación como la revelación de una trama delictiva que había operado desde el corazón del gobierno estatal. No se habló de un “Estado paralelo”, sino de un aparato de seguridad infiltrado, de funcionarios que combinaban el uniforme con la violencia, y de redes que cruzaban la frontera entre lo legal y lo ilegal. La imagen resultó contundente: un servidor público que en vez de garantizar protección utilizaba sus funciones para dirigir extorsiones, secuestros y operaciones criminales.
Sin embargo, lo que está en juego en Tabasco no es la existencia de un “gobierno criminal” separado, sino algo más inquietante: la capacidad del crimen organizado para insertarse en las funciones estatales. Requena no operaba al margen del gobierno, lo hacía desde dentro, aprovechando las debilidades de las instituciones de seguridad, los vacíos de control y la impunidad judicial. En este sentido, su caso es menos un accidente y más un espejo de cómo la criminalidad coloniza espacios públicos.
La relación entre Estado y criminalidad en México no es nueva ni excepcional. Es histórica y mutable. En distintos momentos se ha expresado como pacto tácito, como tolerancia selectiva, como confrontación abierta o como colusión descarada. Tabasco representa apenas un matiz más en esta larga historia. Lo que cambia no es la existencia de la conexión, sino su forma, su visibilidad y sus consecuencias. Por eso conviene abandonar la idea de que lo ocurrido con Requena es una anomalía: es más bien la confirmación de un patrón que atraviesa distintos gobiernos, partidos y territorios.
La pregunta central es si el Estado mexicano realmente combate estas redes o, en los hechos, se ha resignado a gestionarlas. Todo apunta a lo segundo. Si uno voltea a ver otras entidades del país -pienso en Sinaloa- el esfuerzo no parece estar dirigido a desmontar las complicidades, sino a administrar la violencia: contener los estallidos más letales, reducir la espectacularidad de los crímenes, evitar que la violencia desborde los márgenes de tolerancia social —e incluso en esta tarea se ha fallado. La lógica parece clara: mientras no se disparen los indicadores más visibles, las estructuras profundas de corrupción e impunidad pueden permanecer intactas.
La gestión se expresa en dos planos. En el plano simbólico, el Estado recurre a la fuerza de la propaganda: capturas espectaculares, anuncios de tecnología policial, promesas de blindaje y extradición de criminales. En el plano práctico, la realidad es otra: una justicia que rara vez sanciona, contralorías sin dientes, auditorías debilitadas y sistemas de investigación incapaces de procesar las tramas criminales incrustadas en lo público. Es esa brecha entre el discurso de eficacia y la práctica de la tolerancia lo que permite que figuras como Requena prosperen.
Lo más inquietante es que este tipo de casos muestra cómo las redes de macrocriminalidad no se detienen en el nivel local. Un funcionario municipal o estatal puede, con base en lealtades y complicidades, abrirse paso hasta los círculos nacionales. No es casual que se mencionen vínculos de Requena con el exgobernador Adán Augusto López, hoy figura en la política federal. Lo que empieza como control de policías y recursos locales puede terminar tocando las puertas de las instituciones más importantes de la República. Esas conexiones revelan que lo criminal no se queda en los márgenes: escala y se mezcla con la política de más alto nivel.
Este entrelazamiento entre macrocriminalidad y corrupción política nos obliga a replantear la pregunta sobre el verdadero tamaño del Leviatán mexicano. A primera vista, el Estado aparece como un gigante: con instituciones, uniformes, patrullajes y espectáculos de fuerza. Pero en sus entrañas es un Leviatán fragmentado, un monstruo de dos cabezas: una que se viste de legalidad y otra que se alimenta de complicidades criminales. No se trata de un poder soberano que garantiza orden, sino de un organismo que negocia, convive y, a veces, se deja gobernar desde dentro por la violencia.
La captura de Requena no clausura nada. Apenas ilumina una parte de nuestra fragilidad institucional. Nos recuerda que el problema no es un funcionario corrupto ni un episodio aislado, sino un sistema donde lo criminal se injerta en las funciones del Estado y las convierte en recurso propio. El verdadero desafío no es detener a un “narco-funcionario”, sino reconstruir la capacidad estatal para que sus funciones no sigan siendo colonizadas.
La lección de Tabasco es dura: la seguridad no se resuelve con operativos mediáticos ni con discursos de blindaje, sino con instituciones capaces de cerrar las grietas por donde se filtran la corrupción y la violencia. Mientras eso no ocurra, el Leviatán mexicano seguirá mostrándonos su doble rostro: el que promete orden y el que, en la sombra, normaliza la impunidad.