El tapete verde de los casinos en México ha dejado de ser únicamente el escenario de la fortuna y el azar para convertirse, con una frecuencia alarmante, en el eje de una sofisticada maquinaria de lavado de dinero.
Esta actividad, siempre reconocida en el imaginario colectivo como inherentemente sensible y de alto riesgo, operó durante años bajo un velo de presunta impunidad, una sombra que, aunque perceptible, parecía inexpugnable a los ojos de la autoridad.
Hoy, sin embargo, la fachada se resquebraja, revelando una connivencia financiera que exige un análisis más que meramente superficial: una radiografía incisiva y mordaz de la debilidad institucional que ha permitido que el juego limpio se corrompa en un juego sucio de dimensiones nacionales.

Es un axioma de las finanzas criminales que el efectivo debe “limpiarse” para ser usable. Y pocos negocios ofrecen una liquidez tan inmediata y una opacidad transaccional tan conveniente como el juego.
Durante décadas, el sector de casinos en México creció al amparo de una regulación que, si bien existía en el papel, parecía diseñada más para la simulación que para la contención efectiva. La Ley Federal de Juegos y Sorteos, un armazón legal históricamente remendado y sujeto a presiones políticas, proporcionó el caldo de cultivo ideal.
La permisividad no fue un accidente. La naturaleza del negocio, basada en la circulación constante de grandes sumas de dinero en fichas y premios, creaba la coartada perfecta. El capital ilícito –proveniente del narcotráfico, la corrupción o la evasión fiscal– entraba a la operación como “ganancias” o “apuestas perdidas” y salía bancarizado, convertido en dinero de curso legal y origen aparentemente lícito. ¿Cómo es posible que una actividad tan notoriamente vulnerable no generara alertas significativas por tanto tiempo?
La respuesta yace en la complicidad estructural y la inercia burocrática. Las Unidades de Inteligencia Financiera (UIF) y los órganos de supervisión, encargados de monitorear las Operaciones Inusualmente Relevantes (OIR) y las Operaciones Preocupantes (OP), parecían padecer de una miopía selectiva. El argumento tradicional, y quizás el más cínico, era la dificultad probatoria: ¿Cómo distinguir al apostador legítimo del lavador profesional en un ambiente de miles de transacciones diarias?
Los esquemas de ‘pitufeo’ (división de grandes sumas en múltiples transacciones pequeñas) y la compra y venta de fichas sin apostar realmente (el llamado “chip-dipping”), no son innovaciones. Son viejas tácticas de manual que operaban con éxito porque se sabía, o se asumía, que nadie estaba mirando con la lupa adecuada.
El caso de los casinos en México se convierte así en un paradigma de la fragilidad del Estado de Derecho frente al poder corruptor del dinero negro. La respuesta no puede ser una simple multa o una clausura temporal. Se requiere una cirugía regulatoria profunda y sin anestesia.
- Reforma a la Normatividad: la ley de juegos y sorteos debe ser dotada de dientes reales, con penas administrativas y penales que sean verdaderamente disuasorias, no meras “tarifas de operación” para el crimen.
- Fortalecimiento Tecnológico: es imperativo el uso de tecnología de Big Data e Inteligencia Artificial para el monitoreo en tiempo real de patrones de apuesta y transacciones, superando la limitación de la “revisión manual”.
- Independencia y Capacidad de la UIF: la Unidad de Inteligencia Financiera debe gozar de una autonomía real y de recursos técnicos y humanos a la altura del reto, blindada de la presión política y económica.
El casino, ese recinto donde la esperanza y el vicio convergen, se ha revelado como un cáncer financiero. La partida contra el lavado de dinero en este sector no se gana solo detectando el tumor, sino extirpando las metástasis institucionales que le permitieron crecer en la oscuridad.
México se juega más que fichas en esta mesa: se juega la credibilidad de su sistema financiero, mismo que acaba de ser golpeado enérgicamente por el regulador norteamericano, y la salud de su economía.
Y a diferencia de la ruleta, aquí no debe haber espacio para el azar; la aplicación de la ley debe ser inexorable.
*Mtro. Luis Alberto Güémez Ortiz / Universidad Panamericana (UP)