Pienso mientras te contemplo por última vez. Duermes tan profundamente como lo hacías hoy por la mañana antes de que yo te despertara. Adelantándome a la alarma del reloj, corrí la cortina para que entrara el sol y luego susurré a tu oído “buenos días, amor”. No resistí a tu belleza y deslicé una caricia a lo largo de tu pierna, pero tu mano detuvo mi carrera. “Basta”, dijiste y te incorporaste. Ignoré tu rechazo.
Pienso mientras te contemplo por última vez. Acomodabas tu vestido frente al espejo cuando advertiste mi imagen tras de ti. “Deja esa mirada de reproche, nada más iré a mi trabajo”, aclaraste. Me incomodó que hayas descubierto una veta de celos en mis ojos. “Y… ¿si no fuera así, si tuviera una cita, qué?”, agregaste. Guardé silencio.
Pienso mientras te contemplo por última vez. Fuiste a la cocina y serviste una taza de café. Volteaste hacia mí diciendo: “Ya sé, ya sé… un café solo no es un desayuno completo, pero tú ya no me digas nada”. Extrañé que ofrecieras otra taza para mí.
Pienso mientras te contemplo por última vez. Tomé tu mano cuando salimos de casa. “Ya no”, dijiste y te soltaste. “¿Qué pasa?”, pregunté. A cambio recibí la respuesta más temida: “nada”. Caminamos en silencio hasta tu trabajo. “Volveré sola. No vengas por mí”, ordenaste. Mi alma se tornó pesada como una montaña de miedo y el camino de regreso me pareció interminable.
Pienso mientras te contemplo por última vez. Volviste por la noche, colgaste el abrigo en el perchero de la entrada y me buscaste con la mirada. Yo te esperaba en la mesa con una cena de aniversario ya servida. Te sentaste frente a mí; te serviste una copa de vino. “Yo también recuerdo este día”, comentaste. Nuestras miradas se cruzaron entre la luz de las velas y tu boca apenas dibujó una sonrisa. Bebiste el vino como si fuera agua y te levantaste sin haber probado bocado. Adiviné que no era enojo lo que sentías.
Pienso mientras te contemplo por última vez. Te seguí hasta nuestra habitación. Te volviste hacia mí con el rostro anegado y, entre sollozos, dijiste: “Te amé sin reservas, lo sabes, pero no debemos continuar así. Vete, por favor. Vete y no vuelvas más”. Me abrazaste y recargaste tu cabeza en mi pecho. Acaricié tu pelo, entre mis dedos guardé su suavidad. Besé tu frente y respiré profundo hasta que me llené de tu olor. Te recosté en la cama y me quedé a tu lado. Tu llanto se fue extinguiendo y, como niña pequeña, te quedaste dormida.
Pienso mientras te contemplo por última vez. Tienes razón, hace dos años debí marcharme. Tus palabras certeras duelen más que las balas que aquel día un asaltante disparó en mi pecho y detuvieron para siempre mis latidos. Tienes razón. Me iré y no volveré. Es hora de que tú vivas la vida y yo la muerte.
lg
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