Tuvo la fortuna Manuel Acuña de que sus amigos no lo olvidaran. Cuando el cementerio del Campo Florido entró en decadencia y deterioro —fue una pésima idea del Ayuntamiento hacer un panteón en un terreno de antiguas chinampas—, la autoridad capitalina empezó a ganarle terreno para trazar la colonia de los Doctores, y los restos del poeta fueron rescatados para llevarlos, en 1897, al Panteón de Dolores, donde se quedaron 20 años, hasta que se les llevó a la Rotonda de los Coahuilenses Ilustres, en la ciudad de Saltillo, donde aún permanecen.Pero 50 años después del suicidio de Acuña, Rosario de la Peña, ya una anciana de 76 años, accedió a contar su versión de la historia a un reportero: Roberto Núñez y Domínguez, mejor conocido en el México de 1923 por su nombre de guerra preferido: Roberto “El Diablo”.Rosario, que nunca se casó, reveló al periodista los detalles del drama vivido medio siglo atrás: en cuanto la vio, en mayo de 1873, Manuel Acuña se había prendado de ella y había solicitado, de inmediato, permiso para visitarla, y a las pocas semanas le declaró su amor. Arrojó a los pies de la chica las coronas de laurel ganadas en alguna justa literaria y se hizo público el asunto: el poeta ama a la musa con todo su corazón, y aunque ella no da un “sí” rotundo, admite sus visitas y requiebros.Y entonces aparece en escena el gran Guillermo Prieto, que profesaba amor de padre por la mujer, y por ese enorme cariño, le cuenta las andanzas sentimentales de Acuña, pues el poeta, al tiempo que la corteja, tiene amores con su lavandera y con Laura Méndez. Rosario se entera de que existe un hijo —fuera de matrimonio, por cierto— del hombre que la visita a diario y que tiene la ocurrencia de referirse a ella como “mi santa prometida”.Apenas se entera de todo, Rosario se enfrenta a Acuña y le echa en cara lo que sabe. El poeta, abatido, confiesa: todo es verdad. Ella rechaza las pretensiones amorosas del vate y le exige que deje de referirse a ella como su “prometida”. Aún aturdido, Acuña se sienta ante el álbum de tapas de nácar donde literatos de toda clase han dejado un breve homenaje a la muchacha. Allí escribe el “Nocturno”, escrito al menos tres meses atrás, según testimonio de Juan de Dios Peza.Cerró Acuña el álbum y con un “a ver qué le parece esto”, se retiró.Revela Rosario algo que, hoy día, es perceptible en el conjunto de la obra de Manuel Acuña: el temperamento melancólico y profundamente depresivo del poeta. Incluso, llegó a preguntarle: “Rosario, si usted me llegara a querer, ¿sería capaz de tomar cianuro conmigo?”Ella, desde luego, lo regañó: “Qué cosas se le ocurren. Ni usted ni yo tenemos por qué matarnos. Deje de pensar en tonterías”. Pero el poeta no dejó de pensarlas.El 5 de diciembre de 1873, el enamorado se despidió como todas las noches, y dejó en la mano de su musa una carta, donde se despedía “para siempre”. Ella creyó que el poeta exageraba.—“Pobre Acuña”, dijo Rosario en aquella entrevista de 1923, un año antes de morir. “Hace mucho que le perdoné lo que hizo”.historiaenvivomx@gmail.commac
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