La coordinadora lanzaba órdenes a los floristas trabajando contra reloj, estaban a una hora de comenzar la recepción, pronto los novios saldrían del templo; ya no se podría continuar con la decoración del recinto para la fiesta. Un mantel aquí, una vela allá, detalles, detalles y más detalles. Las mesas pares se habían adornado con los arreglos altos de orquídeas blancas y tulipanes lilas, obsequio del tío de la novia proveniente de Holanda y en las mesas nones, los arreglos bajos ostentaban rosas blancas abrazadas por abundantes gypsophilas también blancas; el conjunto parecía una escena de ballet sincronizado, tal cual lo planearon meses atrás cuando la novia, Penélope, después de dar el sí a Bernardo, inmediatamente buscó y contrato los servicios de coordinación que tanto le habían recomendado sus amigas. Todo debía ser perfecto, tal cual Penélope lo soñó desde niña: la boda perfecta, vestido confeccionado a mano, con la tela y perlas más hermosas que Penélope consiguió en Europa. Lo que no soñó fue dejar plantado al novio en el altar, avergonzado frente a sus familiares y amigos.
Penélope esperaba la propuesta de Bernardo desde el momento en que su mejor amiga le anunciara su compromiso. Le parecía injusto que se casara antes que ella, pero Penélope no podía hacer nada, más que esperar. En sus citas, le lanzaba a Bernardo algunas indirectas, un recordatorio sutil; usaba de pretexto la boda de su amiga para hablar largamente sobre las flores que le encantaban, la comida que ella daría en el banquete de su propia boda; la música que consideraba perfecta y el destino de luna de miel que elegiría.
Era el momento; el vestido le hacía justicia a todos los euros gastados en él, solo le faltaba salir del cuarto, disfrutar de las miradas de admiración que siempre buscó tener sobre ella: ser la estrella, la protagonista que todos admirarían, la esposa soñada que mantenía el estatus que siempre había tenido al lado de sus padres.
En su desborde de alegría un brusco recuerdo la hizo congelarse. Por más que lo intentaba, no lograba moverse; ¡es el miedo que todos sienten al momento de casarse!, sí, eso debe ser, se repitió Penélope. Y prosiguió a retocar su maquillaje, un poco de polvo, algo de rubor y un toque de labial, ¡listo!
Penélope solo podía pensar en ese momento que parecía ser nada, una idea tonta quizá, daba vueltas por su mente borrando su sonrisa; fragmentos de duda la hacían sudar; tomó algo de agua sin experimentar alivio alguno a su desazón. Tomó un trago de whisky, que la relajó solo por un instante. Lo que parecía ser una respuesta a su estrés, le hizo pensar en aquel cumpleaños de Bernardo; Penélope había olvidado llevar a la fiesta la botella especial de whisky, Bernardo se lanzó a un arrebato de fuertes insultos a la inteligencia de ella. En otra ocasión Bernardo tomó su brazo con un fuerte apretón indicándole que revelaba demasiado el cuerpo y que no estaba dispuesto a ser visto con ella si parecía una cualquiera; asustada, ella cambió su vestimenta.
–Hija, ¿estás bien? –su madre la sacó de sus pensamientos.
–Sí, mamá, son solo los nervios de último momento– dijo Penélope como tratando de convencerse a sí misma.
–¡Leyla! ¿Qué están haciendo? Apura a tu hija, de seguro estás llorando con ella, ¡no pierdan el tiempo que ya es la hora! –susurró el padre de Penélope detrás de la puerta. Por el tono agresivo, parecía molesto.
A Penélope le bastó un simple gesto en el rostro de su madre, para recordar los abusos que la mujer había intentado esconder toda su vida; no quería lo mismo para ella. Pudo darse cuenta del error que le esperaba. Se vio atrapada en la misma vida que sufrió su madre, el quedarse en un matrimonio tormentoso por la incapacidad para restarle importancia a los murmullos de la sociedad, a los aullidos que provocaría el escándalo si dejaba al marido. Su madre había negado el maltrato incesante que con los años se hacía más frecuente. Un parche de riqueza no valía un mundo de tormento.
–Madre, ¿puedes ir a tu lugar?, enseguida salgo, dile a mi padre.
–Claro hija, ¿segura que estás bien?
–Sí, no pasa nada, ve a tu asiento.
–Ok, no tardes que pronto será el momento.
La melodía de salida inició su tonada, era el momento de tomar el brazo de su padre para deslizar su camino hacia el altar, donde su futuro esposo la esperaba impaciente para dar inicio. Las miradas y murmullos se hacían notar. El padre de Penélope tocaba con impaciencia la puerta del cuarto, junto al pasillo.
–Penélope, Penélope... ¿Sucede algo, necesitas ayuda?
Al no recibir respuesta, el hombre entró al cuarto de un empujón y no encontró a nadie. Penélope no estaba en el cuarto, abrió el baño, revisó la ventana y solo pudo encontrar una carta con el nombre de Bernardo encima de ella. Tomó la carta y al leerla corrió en busca de Penélope.
–¿Qué sucede?– preguntó la madre de Penélope.
–Tengo que buscar a Penélope, no nos puede avergonzar así.
–¿De qué estás hablando, Roberto, qué sucede? – dijo Leyla mientras recogía del suelo la carta de Penélope.
Leyla leyó la carta y con los ojos llorosos y una disimulada sonrisa le entregó la carta a Bernardo.
–¿Qué es esto?, ¿me puedes explicar qué sucede?¿Dónde está Penélope? –dijo Bernardo.
–Lo siento Bernardo, lee la carta.
Bernardo:
Los colores de los tulipanes borraron mi ceguera, suplico que me perdones, tú y yo, no somos el uno para el otro, eres libre de mí.
Suerte.
P.
(Colaboración especial de la Escuela de la Sociedad General de Escritores de México, SOGEM, para La Crónica de Hoy Jalisco)
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