Mariana se acerca a la tiendita de la estación y pide tres gansitos, dos pingüinos, dos choco roles, unas papas grandes, unos Cheetos, cacahuates, una botella de agua y un paquetito de Kleenex. Con su bulto de comestibles en una bolsa (más vale prevenirse, finalmente no se sabe hasta dónde el tren lo va a llevar a uno) la carga de sus recuerdos y sus culpas en la cabeza, más pesados que una maleta de veintitrés kilos, se sube al vagón que le toca, busca el compartimento que le asignaron así como el asiento que le corresponde. El tren está casi vacío y en su vagón no se ve ni un alma.
–¡Ya llegamos, Mariana! ¿Todo bien?
Mariana se quita los audífonos, asustada, mientras su hermana y su cuñado se dirigen al cuarto de su hijo a darle el beso de las buenas noches. La cama del niño está vacía.
El tren avanza a una velocidad vertiginosa; los paisajes se desdibujan permitiéndole ver únicamente manchones de colores que tan pronto como aparecen, se desintegran en una secuencia de amarillos, blancos y azules. Mariana baja la vista al libro abierto sobre las piernas; al igual que el paisaje, las letras bailan, corretean y se convierten en una danza illegible y sin sentido. Mariana cierra el libro y se rinde a los pensamientos que sin tregua la persiguen, le dan alcance y la rebasan. No hay escapatoria, mientras más corre, más se empeñan en atormentarla: instantes de confusión, sudor frío recorriendo el cuerpo de Mariana, los gritos de terror de su hermana; su cuñado tratando de controlar la situación.
El tren sigue avanzando. Las lágrimas empapan, saladas, el rostro de Mariana, esas lágrimas que ya han dejado surco y que durante años han sido el bálsamo para su alma, ya que el dolor no da tregua: los tres buscan, llaman a gritos al niño por toda la casa… nada… no hay señales… buscan debajo de las mesas y de las camas, en los clósets, en todos los rincones donde podría estar oculto; no hay rastro; su hermana le reclama a gritos el haber tenido los audífonos puestos ya que de no ser así, se habría dado cuenta de que el niño había dejado su cuarto. Mariana baja la cabeza, avergonzada.
El tren hace alto en una estación. Mariana camina un rato por el andén queriendo sacudirse los recuerdos y preguntándose si algún día llegará a instalarse la anhelada paz a su corazón. Han pasado casi veinte años, su hermana y su cuñado nunca la perdonaron; necesita perdonarse a sí misma, ya no puede seguir huyendo: de repente llega su cuñado cargando el cuerpo empapado y amoratado del niño. Lo tiende en el suelo y empieza a darle respiración de boca a boca, su hermana ahora ha enmudecido y se retuerce las manos en este momento sagrado en el que su esposo trata de dar vida a un cuerpo inerte… Mariana, en un instante de lucidez, aunque agitada y temblorosa, pide una ambulancia….
Mariana vuelve a subirse al tren, ese tren que la lleva a ninguna parte. Toma asiento en su compartimento que no comparte con nadie, abre el libro, las letras siguen danzando como queriendo burlarse de ella, trata de comerse un gansito a pequeños mordiscos, mira por la ventana, el paisaje corre sin que pueda darle alcance, le parece ver algunas casas, algunos animales, pero parecen más la obra surrealista de algún pintor: llegan los socorristas de la Cruz Roja a relevar al cuñado que está empapado de sudor; ya no hay nada qué hacer, hombres de blanco levantan el cuerpo sin vida del pequeño, la hermana de Mariana se aferra al niño y lanza un aullido de loba herida, el esposo parece un zombie, Mariana se esconde en un rincón.
El tren sigue su marcha. Mariana abre su bolso del que saca un frasco color ámbar, lo abre con cuidado y empieza a tragarse, con ayuda de la botella de agua, todas las pastillas que hay en él… una pastilla, un traguito de agua … hasta llegar a treinta, que son todas las que contiene el frasco. Tapa el frasco y lo vuelve a meter, ya vacío, a su bolso. Cierra el libro y lo pone junto a ella, se cepilla el cabello, saca su bolsita de cosméticos y se retoca los labios, se pone polvo en la nariz, y se aplica un poco de rubor en las mejillas. Se jala la falda y se acomoda en el asiento. Una inmensa paz empieza a inundarla: ¡qué triste fue el funeral! El olor de las flores marea, la hermana pierde el conocimiento, el cuñado, estoico, sostiene la mano inerte de su mujer mientras Mariana se acerca al ataúd blanco y contempla con ternura el plácido rostro del pequeño.
El tren sigue su veloz marcha. Mariana cierra los ojos, se siente bien, tan bien como nunca se había sentido antes… a su lado, la bolsa casi intacta de gansitos, papas y cacahuates…
(Colaboración especial de la Escuela de la Sociedad General de Escritores de México, SOGEM)
lg
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