Cronomicón

Las joyas de la corona Británica (cuento)

Ana tenía cita a la hora acostumbrada, en el lugar acostumbrado, con aquel que ella llamaba: “el mejor investigador de todos los tiempos”. Ahora, las joyas de la corona británica se habían perdido. Era una catástrofe para Ana ¿qué le diría el rey? ¿Y la reina? Seguramente la culparían, la llevarían a un calabozo y… ¿la torturarían? Ana se mordía las uñas; después se frotaba la cabeza; y luego, se tallaba la cara y se rascaba su brazo izquierdo; sentada, parada, de un lado a otro, “las joyas de la corona británica, no cualquier joya, ¡no!, las británicas, la colección más valiosas del mundo”  y luego se reía mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

“El mejor investigador del mundo” nunca se retrasa, es como un reloj inglés, pasa a sus clientes a la hora exacta, pero todavía no llegaba el turno de Ana, ella aguardaba en la sala de espera. Parecía que medio Londres había perdido algo justo en medio de una manifestación de paz. La sala tenía tintes divertidos, hombres corpulentos vestidos de blanco, personas con ropas comparables a pijamas, Londres puede ser tan versátil en esto de la moda. Las personas de ropas flojas, zapatos como pantuflas y peinados estrafalarios, se veían nerviosas, seguramente ellas habían perdido objetos preciados y venían a que los ayudara “el mejor investigador del mundo”, ¿y los hombres corpulentos? Ana no podía explicarse qué hacían ellos ahí, lucían tan cabales, tan serenos y a la vez tan alertas; pero el resto de la gente era como Ana. ¿Qué habrá perdido esa pobre mujer sentada al lado de Ana? ¿Y ese hombre que da vueltas alrededor de la mesa? ¿O aquel que está sentado en el suelo con su mirada perdida? Ana no sabía pero sentía la  seguridad de que ninguno pudo haber perdido algo más valioso que las joyas de la corona.

El reloj marcaba las diez cincuenta y seis. Ana jugueteaba con sus manos y miraba las manecillas, luego recorría la pared con su mirada pícara, llegaba al techo y sonreía, ya era su turno, solo faltaban cuatro minutos; Hugo, “el mejor investigador del mundo”, la recibiría a las once como cada tercer día; ella lo imaginaba saliendo de su oficina con una pipa en la boca, con sus lentes puestos y una pluma en la mano, listo para tomar nota y buscar los indicios que lo condujeran a dar con las joyas de la corona, pero ¿por qué no vestía una gabardina negra como todos los detectives? Tampoco portaba una color caqui, quizás el sombrero solo se lo ponía cuando salía a investigar;  ¿y la gabardina? tendría que traerla puesta y en lugar de ello, lucía una blanca, una gabardina blanca “¿a qué detective se le ocurre que pasará desapercibido con una gabardina blanca?”, pensaba Ana mientras la manecilla daba las once en punto.

Ana escuchó su nombre, era el detective Hugo que la llamaba; la pasó y la hizo tomar asiento,tal  como cada tercer día, le ofreció unos dulces con sabor amargo que ella detestaba pero que los tragaba ante tanta insistencia. Después comenzaba la indagatoria, Ana suponía que todas esas preguntas le ayudarían “al mejor investigador del mundo” a localizar las cosas perdidas, Ana escuchaba, se repetía las preguntas y contestaba “¿cómo me siento? Nerviosa, ¿por qué? Porque perdí las joyas de la corona británica, ¿que si tengo periodos de ansiedad? Claro que los tengo, el rey irá contra mí y…” Hugo la miraba y hacía anotaciones en su libreta, tenía la rara costumbre de estirar la zona inferior del ojo, en el borde interior del párpado de Ana, como para ver a través de una ventana, se asomaba y fijaba la mirada en las pupilas y después regresaba a su libreta; a veces indagaba en los ojos de sus clientes hasta con una lámpara, quizás por ahí podía ver en dónde perdieron los objetos que buscaban. Ella confiaba en él porque había encontrado lo que por mala suerte desaparecía, creía que estaba embrujada, siempre extraviaba objetos valiosos y ajenos, recordó cuando perdió la pintura famosa que está en el museo del Louvre, la Gioconda se esfumó cuando Ana trabajaba en París limpiando los marcos, o cuando se evaporó el penacho de Moctezuma; el detective Hugo ya los había encontrado, por eso confiaba en que le resolvería el caso de las joyas desvanecidas; ahora tenía que encontrarlas, Ana le contaba cómo las había perdido de vista; estaba limpiándolas: la corona de San Eduardo pesa dos kilos, tomó el pañuelo de seda, limpió el oro y luego pulió las turmalinas, los zafiros, las amatistas y las perlas, eran las piedras más preciosas que Ana había visto; de pronto dejó de hablar y bajó la mirada, Hugo le había encontrado todas las piezas que ella había extraviado, menos la fortuna de sus padres. Ella recordaba poco a poco: todo lo había perdido, quedó en la calle; los malos manejos, el despilfarro, la quiebra. Ana había sido la heredera de un magnate, siendo su hija, solo era cuestión de que lo pidiera y cualquier cosa le era concedida; el magnate murió y Ana no supo manejar el negocio, ni su aparentemente inagotable fortuna.

Ana miró a Hugo, se levantó de la silla de piel, suspiró y…

–Doctor, voy a mi habitación, yo, yo…

El hombre de bata blanca le aseguró que estaba mejorando, los episodios de ansiedad eran menos y sus alucinaciones iban disminuyendo –pronto saldrás– le afirmó.

Ana agachó la mirada y salió del consultorio “¿y qué hará cuando salga? ¿A dónde irá?, permanecía en el hospital ayudada por los amigos de su padre, porque la compadecían pero, estando bien, ¿qué rumbo deberá tomar?

En su habitación, Ana sonreía y las lágrimas mojaban su rostro; ahora buscaría otro trabajo; ¿será que le darían empleo afinando un Stradivarius?

(Colaboración especial de la Escuela de la Sociedad de Escritores de México, SOGEM, para La Crónica de Hoy Jalisco)

lg

Copyright © 2024 La Crónica de Hoy .

Lo más relevante en México