Cronomicón

Letras Rebuscadas: Del estado clerical al laico

Una república o un imperio entienden el poder soberano de forma disímbola; para el primero de estos modelos políticos, dicho poder reside en el pueblo, constituidos por individuos iguales ante la ley; para la segunda, la soberanía resulta la prerrogativa de una dinastía, de cuyo linaje surgen los legítimos gobernantes.

Ambas son conscientes de su origen temporal y humano; y saben apegarse a la semántica de un discurso ideológico que a lo sumo apela, en su necesidad de legitimación, a la mundana aspiración de justicia, conservación, bienestar, prosperidad… ninguna de estas formas abraza mayores ínfulas teleológicas que pretendan trasciendan los lindes de las necesidades humanas naturales.

En cambio, la Iglesia se reconoce, desde sus comienzos, como una comunidad fundada por un poder que descendió del cielo; y logró instituirse eclesiásticamente pactando compromisos con los poderes temporales. Fiel a su origen, desde la atalaya de su fin redentor universal tolera, sin verdadera convicción, las demarcaciones de una geografía política de la que emergen rotuladas naciones y pueblos; más allá de las babélicas identidades, la Iglesia sólo reconoce dos rebaños: los redimidos y los infieles a la verdadera fe.

Para los más apegados a la escatología católica, para los verdaderos cruzados, el plan de Dios quedará consumada en la construcción del reino, en el triunfo de la Cristocracia; su concreción marcará la desaparición de todos los estados; ni la Iglesia perdurará, entiéndase su vicaría ya no tendrá ninguna razón al darse, de facto o espiritualmente, la segunda venida de Cristo y con ella el fin de los tiempos, cuyo corolario será la reconciliación final entre el poder temporal y la autoridad espiritual. Por tanto el estado que se legitima y opera en función a los dictados de Dios, el denominado confesional puede entenderse de dos maneras totalmente disímbolas, como un peldaño que anticipa la dialéctica reconciliación entre las dos espadas (religión y política), o, en su defecto como un espuria construcción; o quimera política que subvierte la dignidad de lo sagrado al ponerla al servicio de los fines profanos o temporales.

En México un complejo proceso histórico, que comenzó en la Conquista, hizo posible la gestación de un nacionalismo de tintes católicos. Las pretensiones de crear un imperio universal, de Carlos V eran, hasta cierto punto, conciliables con las aspiraciones de la Iglesia de extender la fe cristiana por todo el mundo. Iglesia e Imperio podían demandar una territorialidad común, de manera imperfecta sí, pero conveniente; respetándose mutuamente Iglesia e Imperio pudieron empalmar geopolíticamente. La modestia política, económica y militar de la naciente nación mexicana hacían inviables; demasiado pretenciosas las intenciones de Agustín de Iturbide de reclamar para trono las viejas prerrogativas otorgadas por el Regio Patronato a los herederos de Carlos V. Los fines de la Iglesia desbordaban y por muchos las aspiraciones de libertad y soberanía de la nación mexicana. Ya no podíamos hablar de instituciones isométricas (temporal y mundanamente hablando) si no desproporcionadamente disimiles. Los liberales de primera y segunda generación comprendieron lo absurdo que resultaba intentar construir una identidad y un estado nacional sobre bases clericales; en el entendido de que la Iglesia obedecía a fines que rebasaban las posibilidades y competencias del Estado. Para que el Estado pudiera ser verdaderamente soberano y libre obligaba su laicidad y el poner en marcha un tortuoso proceso de secularización no exento de radicalismos ultramontanos o papistas, de aparte de los defensores de la Iglesia; y de excesos jacobinos de parte de sus detractores. La incapacidad de los líderes y facciones políticas mexicanas decimonónicas para hacer un quirúrgico deslinde entre clericalismo (o lealtad política y moral a la Iglesia) y religiosidad (o apego a las creencias, en este caso las derivadas de la fe católica) desencadenaron guerras civiles, golpes de estados y conflictos internacionales.

El problema no resultaba fácil de resolver. Al salir de la ecuación la figura del Imperio, en México, la Iglesia reclamaba su autonomía, respecto al poder temporal; y el Estado, por su parte, su derecho a gobernar, sin la sombra o tutela de la autoridad espiritual. Ambas demandas justas y coherentes. El radicalismo puso la nota discordante. El apego del pueblo mexicano a la fe católica y su respeto por la Iglesia obedecían a una relación de proximidad moral y económica urdida a lo largo de 300 años; bajo la influencia de la fe católica se construyeron grandes catedrales, templos, conventos y monasterios que le dieron un rostro y una identidad urbana a las ciudades coloniales; las obras piadosas y de caridad motivaron durante y después de la Colonia el agradecimiento del pueblo eternizado en esculturas y bustos que adornar las plazas de un sinfín de pueblos; cada uno de estos bronces o canteras honran la memoria de algún bienhechor que en vida portó la sotana o el hábito. Desde la fundación del Colegio de Tlatelolco y la fundación de la Real y Pontificia Universidad de México, el clero secular y regular formó e instruyeron al común de los mexicanos; además le procuraron cuidados médicos, vieron por sus huérfanos, ancianos y viudas a través de todo tipo de instituciones eclesiásticas. De igual manera, a través de las notarias parroquiales, la Iglesia realizaba los registros demográficos básicos: nacimientos, matrimonios y defunciones. Más allá de sus fines espirituales más trascendentes, (la instauración del Reino de Dios en la tierra) la Iglesia supo atender las necesidades del pueblo mexicano sin la venia del rey; al menos así fue hasta la Reforma Borbónica; cuando desde el trono español se dio el primer intento secularizador de separar a la madre Iglesia de su hijo, el otro era pueblo novohispano.

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