Cronomicón

Letras Rebuscadas: Del estado clerical al laico (III)

La declaración no trascendió el círculo de los católicos militantes; Huerta, a pesar de su declaro ateísmo, da todas las facilidades para que las masas creyentes coronen públicamente a Cristo y pongan a la nación bajo su amparo. Los jacobinos del siglo XIX acusaron a la Iglesia de traicionar al país por negarse a obedecer la disposición del presidente Antonio López de Santa Anna, al prestarle su apoyo financiero al gobierno mexicano en su lucha contra el invasor. El alto clero mexicano temía que el caudillo malgastara sus bienes y riquezas, y que pocos de esos recursos realmente sirvieran a la causa de la patria. Los revolucionarios extendieron su odio a Huerta a los católicos militantes y a sus obispos. De nueva cuenta la reacción mexicana fue acusada de apátrida y traidora. El usurpador cayó y huyó rumbo al destierro. Los miembros del partido católico y los mitrados mexicanos permanecieron en el país; y le sirvieron de diana al revanchismo y al celo punitivo de los revolucionarios. Una ola roja de auténtico y destilado anticlericalismo se cernió sobre la Iglesia mexicano, dándole cause y resolución a las condenas jacobinas que el Partido Liberal, de los Flores Magón, expresaran en su manifiesto a la nación. Álvaro Obregón en cuyos ejércitos se enlistaron batallones de proletarios, miembros de la Casa del Obrero Mundial consintió, quizás con cierta complacencia que sus generales y oficiales ultrajaran religiosas, profanaran y saquearan templos o asesinaran sacerdotes.

Detrás de la persecución religiosa estaba las acusaciones. No pocos constitucionalistas, sobre todos los de extracción socialista y anarquista, por sus convicciones políticas, tras el ascenso del jefe de la revolución, Venustiano Carranza, abrieron un nuevo frente; la Revolución, si quería realmente triunfar, debía abatir a su último enemigo, la Iglesia y los reaccionarios. Pensaron en las Leyes de Reforma y en la herencia constitución de Juárez como el mejor antídoto al endémico clericalismo de los mexicanos.

El nacionalismo revolucionario se asumía juarista en el asunto de las relaciones Iglesia-Estado. Este nuevo nacionalismo de cananas y sombrero ancho tenía por alas la fobia a los Estados Unidos, (el antiyanquismo) y el odio jacobino a la Iglesia y a la fe católica, (el anticlericalismo). Los mitrados, los presbíteros y sus defensores subieron a la tribuna de la revolución para ser juzgados por sus supuestos crímenes; entre ellos la muerte de Madero; no sólo fueron acusados de ser enemigos de la Revolución sino también de oponerse y de representar un lastre y un obstáculo en la erección del moderno Estado de México.

Las facciones más jacobinas de la Revolución triunfante demandaban la conformación de un constituyente que, consciente de la necesidad de ir más allá de la secularización y el laicismo, legislara leyes que le permitieran al Estado imponer orden y decencia al interior de la Iglesia. Los debates que se orquestaron entorno a los artículos 24 y 130 dejan clara esta intención de tomar cierto control sobre el clero mexicano; intención que traslucía el sueño de muchos de crear una Iglesia católica mexicana que respondiera a los intereses del Estado y no de un príncipe extranjero, como lo era de facto el Papa. El Imperio español de los Habsburgo, tenía las medidas justas para darle cabida y soporte a la Iglesia; el nuevo estado mexicano, emanado de la revolución se asumía disímbolo y se sabía asimétrico respecto a la Iglesia católico romana; de allí que contemplara cómo viable crear una Iglesia mexicana que sin desapegarse del dogma católico, estuviera totalmente comprometida con los intereses del pueblo mexicano y fuera, sobre todo, diligente con el régimen. A pesar de que el ala prohijada por Obregón apostaba por el cisma religioso, el resto de las facciones revolucionarias que tuvieron representación en la Constitución de 1917 optaron por la prudencia y la mesura en la intención, un tanto corporativista, de integrar a la Iglesia al Estado como si se tratase de cualquier otra institución, dígase un sindicato, universidad, empresa… Para facilitar la tarea de incorporarla, primero había que adelgazarle, debilitarla, mermarla en sus privilegios, riquezas e influencia y después desvincularla de Roma e intervenirla o inmiscuirse en sus asuntos internos. Y así fue. Las tres facciones parlamentarías: obregonistas o jacobinos, los carrancistas o moderados y la conformada por abogados partidarios de la conciliación entablaron muchas de sus discusiones más acaloradas y pasionales durante las sesiones en las que fueron votados los artículos 24 y 129 (el luego cambió a 130).

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