Servía a las órdenes del coronel don Cristóbal Chávez, en el batallón de San Blas, un oficial conservador de firmes convicciones, pero entregado a los placeres de la vida galante.
En abril de 1860, emplazado en Guadalajara, a las vísperas del asalto de las tropas del general Uranga. El oficial aludido mataba el tiempo yendo, noche tras noche, a una enigmática casa que, oculta por la oscuridad del barrio del Hospicio Cabañas, servía de lugar de reunión a los tapatíos más ostentosos y flemáticos.
Sonaban las dos de la mañana en el reloj de Catedral, cuando nuestro protagonista, con pasos indecisos salió de la mencionada casa y se encaminó rumbo al puente del Hospicio.
Las filas de árboles que se erguían a un lado y otro de la Alameda, parecían colocadas adrede para aterrorizar al más valiente. A los pocos momentos de haber llegado el hijo de Marte al otro lado del río de San Juan de Dios, entonces descubierto, se detuvo de pronto como si despertara de un mal sueño, de uno abrumador.
Sobre el cielo purísimo resplandecían las estrellas avivando como nunca el centelleo de sus tibios rayos. Las torres de los templos y el pórtico de la Casa de la Misericordia, se alzaban como grandes rocas calcáreas cuyas fantásticas formas se destacaban blancas y recortadas sobre el ropaje azul negro de los troncos nudosos… Había pasado unos cuantos segundos cuando el oficial oyó el sollozar tristísimo de un niño que, saliendo del fondo del río, iba cual eco de una campana lejana a perderse en su conciencia de trasnochador endurecido, y él, que si era un león en el combate, era compasivo en el infortunio, sin pérdida de tiempo se dirigió al fondo del abismo para salvar al que creía un niño abandonado.
En esa época crecían en abundancia los zarzales en las agudas rocas que formaban el lecho del río, y en el lugar donde salían los gemidos lastimeros las ramas horizontales tejían una áspera red que cubría por completo la boca de aquel negro y aterrador abismo.
Como pudo llegó al sitio en que se encontraba un recién nacido en una pobre cesta de paja y, tomando ésta con cuidado, emprendió la vuelta con muchos sacrificios.
Una vez en tierra firme se propuso examinar a la criatura y, como si el cielo quisiera venir en su auxilio, la Luna salió en ese momento de entre las nubes que hacía poco la aprisionaban y pudo ver que lo que él creía un tierno infante era nada menos que el Demonio, quien abriendo una horrible boca le enseñó los filosos colmillos, en tanto le hacía gestos con su rostro velludo de rugosas comisuras. Y el oficial, pálido, pero con paso marcial, arrojó la cesta al precipicio.
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