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Corona y Lozada: Historia de la rivalidad entre el héroe jalisciense y el caudillo nayarita, el ascenso de Lozada y la debacle de Corona

ESPEJO HISTÓRICO: Los años posteriores a la Batalla de la Mojonera en la vida de Corona (I)

(Primera parte)

Sobre Manuela Lozada pesaba una lápida; Ramón Corona no volvería a pisar un campo de batalla; quedaba cerrada una historia. Al héroe jalisciense el destino le tenía deparados nuevos paisajes, gente distinta y un largo trecho por recorrer a través del mar; la “Madre Patria” le aguardaba.

En efecto, a casi un año de los sucesos de la Mojonera, el 13 de marzo de 1874, para ser exactos, el gobierno de México le asigna la misión de representar a su nación ante las nuevas autoridades españolas. Lo estaban premiando o corriendo dignamente, daba lo mismo. Juárez, por aquellos entonces, desconfiaba de todo hombre con uniforme militar y gastaba sus mejores argucias políticas para quitárselos de encima. Corona posiblemente fue víctima de una de ellas. En cierta forma le hacía falta Lozada, su razón de ser. Sin el “Tigre”, el domador salía sobrando.

Su viaje a España no fue, ciertamente, de placer o descanso. En la patria de Felipe VII las querellas entre borbonistas y carlistas tenían desarticulado al gobierno y encañonada a la sociedad ante la amenaza constante de los alzamientos y golpes de estados. El que antes fuera el imperio más poderoso de Europa había empeñado la ley e incluso la corona; un viejo general Francisco Serrano, el vencedor de Isabel II, mandaba en calidad de regente, sin cortes ni constitución, aguardando la ascensión de Amadeo I.

Cabe mencionar que Serrano no era ningún desconocido para los mexicanos; durante sus años de servicio, residió un tiempo en Cuba, el último enclave español en el continente, ayudando desde ahí en la movilización de las fuerzas españolas que participarían en los primeros episodios de la intervención francesa. 

Pero décadas habían transcurrido y los antiguos y mutuos resentimientos entre España y México estaban parcialmente superados; la ley de expulsión en contra de los españoles, promovida en Jalisco por el diputado Pedro Tamez y el gobernador Juan N. Cumplido, descansaba en el fondo de algún archivo como letra muerta y olvidada. No hay la menor duda de que Corona era todo un liberal; su historial militar lo demostraba, pero a diferencia de muchos de sus correligionarios no compartía el antihispanismo; y así lo demostró, preparando un apéndice al protocolo firmado en 1871 que daba reinicio a las relaciones diplomáticas entre ambas naciones.

La inestabilidad política por la que atravesaba España no permitió que las negociaciones prosperaran; los golpes de estado y los sucesivos cambios de gobierno echaron por tierra los trabajos diplomáticos de Corona. Por esa misma fecha cruzó la frontera lusitana con una encomienda parecida: representar a México ante Portugal. Al parecer el general jalisciense gozaba de buena reputación, el gobierno del país lo acogió con cariño y la prensa local le tributó los mejores comentarios.

Mientras Corona alternaba con la realeza ibérica y atendía los protocolos de la diplomacia, en su patria se fraguaban cambios trascendentes. Los mexicanos eran testigos del tránsito a una nueva etapa histórica marcada por la efigie de un héroe de la intervención, el general Porfirio Díaz. El héroe Jalisciense, desde el otro lado del Atlántico, permaneció al margen de esta reconstrucción del estado mexicano; lo mantuvieron anclado a un puesto diplomático que, sin embargo, no lo dejó del todo fuera de la repartición y que, a la vez, lo salvó de los bamboleos políticos y militares donde muchos de su condición perdieron la vida.

Por el mes de abril de 1885, Corona montaba, otra vez, casa en México. Aquel sobrio republicano llegaba con las maletas llenas de títulos y reconocimientos; ante sus iguales de raza y tierra podía, con cierta arrogancia palaciega, ostentar galardones poco vistos en el continente de la libertad y la igualdad; a sus preseas militares se sumaban dos condecoraciones: la Gran Cruz de Isabel II y la Gran Cruz de la Orden del Mérito Militar.

De militar a diplomático, a Corona le faltaba sólo ensayarse como político y así ocurrió. El primero de marzo de 1887 protesta como gobernador de su natal Jalisco. Para el héroe jalisciense esta fue una época dorada en la que cosechó honores y reconocimientos que, como es natural, suscitaron celos y suspicacias.

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Corrió el rumor que el ex ministro plenipotenciario aspiraba a la sucesión presidencial al mismo tiempo en que Porfirio Díaz apuntalaba su poder y se consolidaba como el hombre fuerte de México. Situándonos en los terrenos de la especulación, podemos afirmar que Corona, a pesar de la fama que le precedía como héroe de tres guerras (Reforma, Intervención y la lozadeña) y de todo el metal que daba peso y brillo a su chaqueta, no estaba cerca siquiera de la ambicionada silla. Esta tendría un dueño, y ni todo el oropel de sus condecoraciones, ni el haberse ganado un lugar en la historia importaban, durante 30 años nada más importaría.

Pero Porfío Díaz acostumbraba tratar bien a los hombres legendarios y meritorios como el general Corona. Los colocaba en el lugar donde menos problemas pudieran ocasionarle y más entretenidos estuvieran. Como lo mencionamos ya, mandó a Corona a su tierra, a Jalisco, y como gobernador. Esta era una típica jugada política con el sello del futuro dictador.

 

 

 

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