La palabra "sacrilegio", en su definición más común, señala una acción o manifestación que transgrede lo sagrado; implica faltarle el respeto a Dios directamente o, indirectamente, en alguna de sus teofanías.
En tiempos menos seculares, los sacrilegios y blasfemias suscitaban el proceder punitivo de la Iglesia, con el apoyo del Estado. Esto ya quedó en el pasado. Hoy, la libertad de expresión es tal que ser transgresor en cualquier ámbito—cultural, político y, no se diga, religioso—es tomado como un signo de modernidad, vanguardismo y progresismo.
La Iglesia católica, como ninguna otra institución religiosa, tiene pintada la diana en esta batalla cultural. Es muy socorrida por las insurgencias culturales progresistas, que la han hecho blanco de sus críticas, reproches, sarcasmos y, sobre todo, denuncias. El trato hacia las religiones es desigual dentro de los canales de opinión y expresión habilitados desde hace tiempo por la modernidad.
Al budismo, dada la aprobación de los exotismos que contravienen el cariz cristiano de la civilización occidental, se le respeta sin muchos esfuerzos por los individuos de la postmodernidad.
Al islam también se le respeta, pero a la vez le temen los postmodernos, quienes no necesariamente reprueban la religión ni el vago concepto que tienen de eso que llaman espiritualidad (entendida como una expresión libre y original de religiosidad personal, no exenta de exotismos e individualidad).
En el caso de las religiones tribales y chamánicas, se les tiene en mucha estima. Nada más postsecular que practicar danzas prehispánicas, darse un baño purificador del cuerpo y el alma en un temazcal, asistir a una ceremonia del cacao o mascar peyote bajo la guía de un marakame.
Si vamos a criticar y a burlarnos de una religión, que sea de la cristiana y, en especial, de la católica, denunciando que su doctrina, según los inquisidores del progresismo, ha dado justificación a la conquista y sometimiento de pueblos como los americanos; en ella ha encontrado consentimiento y licencia el hombre blanco para depredar la naturaleza; y allí no terminan sus supuestos pecados pues se le imputa también haber sentado las bases del patriarcado que ha oprimido a las mujeres de la civilización cristiana; y ya por esos lares también se le acusa de fomentar el odio hacia las minorías sexuales representadas en los colectivos LGTBQ+.
Por eso no sorprende ni tiene nada de original una exposición como la de Fabián Cháirez: "La Venida del Señor". Esta exposición de nueve cuadros montada en la Academia de San Carlos, ubicada en el Centro Histórico de la Ciudad de México, causó polémica en el ámbito local y nacional por su temática: los óleos recrean temas religiosos católicos, dándoles un planteamiento homoerótico, satírico, irreverente y de doble sentido. Sus defensores la califican como una legítima manifestación de la libertad de expresión que acude a la desacralización con la intención de denunciar la homofobia católica desde la ironía y la irreverencia.
Los críticos de la exposición señalan que ofende a millones de católicos, quienes están en su derecho de exigir respeto a las figuras y símbolos de su Iglesia. Le recriminan a la Universidad Autónoma de México, encargada de la referida Academia, el albergar estas obras, a las que califican de sacrílegas, siendo ella una institución pública financiada con el dinero de contribuyentes mayoritariamente católicos, desatendiendo y retando el sentir de las mayorías.
El autor, Cháirez, ya había ganado reflectores en 2019, cuando exhibió otro polémico cuadro: Revolución, en el que retrata a Emiliano Zapata desnudo, montando un caballo en pose sugestiva y calzando unos tacones. Muchos lo tomaron como una crítica al machismo mexicano que históricamente ha enaltecido la patriarcal figura del caudillo, mientras que otros lo vieron como una falta de respeto hacia el revolucionario del sur. Si haces lo mismo, obtienes idénticos resultados. Así procedió Cháirez, pero ahora la emprendió contra la Iglesia católica, recreando con su pincel figuras como los ángeles, las monjas, los cardenales y los monaguillos, colocándolos en situaciones y poses cargadas de un erotismo gay o lésbico.
Figuras del ámbito político de filiación conservadora arremetieron contra los cuadros de la exposición, y le lanzaron recriminaciones al autor y, de paso, a la UNAM. El multimillonario dueño del grupo Elektra, Ricardo Salinas Pliego, en una publicación le reprochó a la universidad y al gobierno, señalando que él respetaba sus fantasías y gustos, pero esperaba que ellos respetaran los de los demás.
Secundando al millonario mexicano, el fallido candidato a la presidencia, el productor y actor Eduardo Verástegui, también hizo saber su desaprobación. Sus críticas y reproches se centraron más en el tema del financiamiento, pues no entendía cómo la máxima casa de estudios de la nación, que recibe fondos de los impuestos de todos los contribuyentes (incluidos los católicos), prestaba espacio a expresiones que, a su entender, lastiman y ridiculizan las creencias de la mayoría de los mexicanos.
En las redes sociales, calificadas en su momento por el Papa Benedicto XVI como la nueva ágora de la postmodernidad, los usuarios, como si de tiros y troyanos se tratara, tomaron partido entre los que piden que la exposición sea retirada por ofensiva y deliberadamente polémica, y aquellos que ponderan que la UNAM brinde espacios para todas las manifestaciones artísticas, especialmente cuando estas expresan la diversidad y hacen crítica social sobre tópicos que pudieran parecer delicados, pero no por eso soslayables, como son la sexualidad y la religión.
No son tiempos para prohibir y limitar la libertad creativa. Hacerlo conllevaría un retroceso. Sin embargo, a estas sociedades postmodernas y postseculares no les vendría mal guardar un poco de respeto hacia los símbolos sagrados. No podemos exagerar en ese afán de desacralizarlo todo por una afición no educada de asumirnos trasgresores y progresistas. No porque esté permitido debemos hacerlo. Cada artista y creador debería dialogar con su conciencia y, de paso, echar un vistazo a su alrededor para pensar en la sociedad que será espectadora de sus creaciones.