Desde la esfera cultural del cristianismo, y en especial del catolicismo, se aborda el tema del cuerpo desde un enfoque teocéntrico y creacionista: somos seres hechos por Dios en alma y también cuerpo.
Nuestro cuerpo, aunque temporal —versa la doctrina—, fue concebido por la Voluntad de Dios y cumple la trascendente misión de albergar el halo divino. Decía san Agustín, el Doctor de la Iglesia que seguramente se pondrá de moda por el nuevo Papa (de la orden de los agustinos): “Te buscaba fuera, no sabiendo que te llevaba dentro”.
Como relicario o tabernáculo de Dios —bien lo dice la Teología del Cuerpo de san Juan Pablo II—, el cuerpo humano cumple esta trascendente misión que lo convierte en una expresión del amor de Dios. Bajo esta concepción, es imperativo cuidarlo y dignificarlo.
Desde una visión más postmoderna y progresista, el cuerpo ya no es un regalo divino, esencialmente terminado con apego a un modelo concebido por el pensamiento de Dios… es más bien una obra en proceso, fruto del azar evolutivo, al que decido —empoderadamente— convertir en un lienzo de mi propiedad, sólo mío, listo para ser moldeado libremente y en rebeldía contra los convencionalismos culturales tradicionales: patriarcales, teolátricos, binaristas… Gritan las voces progresistas: “¡Mi cuerpo, mis decisiones! ¿Qué me importan lo que digan las mentes retrógradas y conservadoras si decido tatuarme un Baphomet, perforarme la nariz o hasta deformar mi cráneo para asemejarme a un alien?”.
Esta última postura, llevada al extremo, desemboca en casos como el de la Mujer Vampiro, María José Cristerna, de Guadalajara, Jalisco. Esta abogada, activista y tatuadora profesional se ha hecho todo tipo de modificaciones corporales, incluyendo tatuarse el 96 por ciento de su cuerpo, junto con varios implantes subdérmicos.
Tinta en la piel… ¡todo fuera como eso! En la opinión popular moderna, los tatuajes no reciben tanta reprobación: son un asunto estético, de gusto subjetivo, y nada más. Pero ¿qué ocurre cuando decido experimentar con mi propio cuerpo? Vayamos por partes. Hay todo un movimiento animalista en contra de la experimentación con animales, que ha puesto la lupa sobre muchas empresas, empezando por las dedicadas a la cosmetología.
Si con los animales está mal, más criticable resulta experimentar con seres humanos —dice la bioética—, lamentando hechos del pasado como los cometidos por el doctor Josef Mengele, conocido como “el ángel de la muerte”, quien realizó experimentos inhumanos y pseudocientíficos, especialmente en gemelos, personas con deformidades, enanos, mujeres embarazadas y niños.
Pero ¿qué podemos decir, en una valoración ética imparcial, cuando es el propio individuo quien decide proceder sobre su cuerpo queriendo transformarlo, ponerlo al límite, reconstruirlo, moldearlo a capricho o incluso castigarlo…? Este es todo un tema emparentado con el de la eutanasia.

Esta reflexión nos lleva al caso del hombre retorcido. Un joven de apenas 19 años decidió, durante 182 días, ejercitar con rutinas de gimnasio únicamente el lado izquierdo de su cuerpo. Fue su decisión. Nadie lo indujo… o quizás sí. En un capítulo de Los Simpson, cuya trama principal es la ilusión de Marge Simpson de pasear con su esposo o alguno de sus hijos en una bicicleta para dos que acaba de adquirir, hay una subtrama en la que Homero ejercita un solo brazo con una pesa a todas horas hasta dejarlo musculoso y esculpido.
Pues tenemos un nuevo Homero, de cuerpo asimétrico en la vida real, pero un tanto más radical, pues se propuso no sólo entrenar un brazo, sino todo su lado izquierdo: además del brazo, trabajó también trapecios, tríceps y pierna. Toda su rutina diaria de gimnasio estuvo enfocada en su mitad izquierda.

El resultado final de esta rutina: un cuerpo asimétrico listo para ser exhibido en redes sociales. Un hombre deforme, de silueta encorvada y desequilibrada. Sus videos y fotos se pueden ver principalmente en Instagram, red social en la que ha recibido un sinfín de comentarios, algunos de complacencia y afirmación, pero no pocos de preocupación, advirtiendo los problemas de salud que su reto puede acarrearle, como mala postura, lesiones en la columna, pérdida de movilidad funcional, entre otros.

Todo por ser virales. Esa parece ser la consigna. No hay límites para la experimentación, pues al final las excentricidades más notorias son las que terminan recibiendo la mayor atención mediática.

¿Qué tanto estamos dispuestos a deformar, castigar nuestros cuerpos por llamar la atención? ¿Será que los hemos terminado cosificando al extremo de convertirlos en mercancías listas para ser ofertadas en internet a cambio de likes y, por qué no, por dinero?