Un hombre común deambulaba atormentado, presa de sus pensamientos. Lo habían despedido por pasar largas horas en el celular tratando de resolver lo que le pedían en el trabajo. La oscuridad pintaba las calles al ritmo de sus pasos. Pronto llegó a los Arcos de Vallarta, un monumento histórico de Guadalajara que, en otro tiempo, presumía ser la puerta poniente de esa ciudad.
Al cruzar la avenida notó que una presencia aterradora esperaba paciente frente al edificio, aun así, continuó su camino. Se trataba de un ser mítico que se creía en el olvido. Cuenta la leyenda que la única forma de no ser devorado atrozmente por la criatura era resolviendo una pregunta enigmática que la bestia plantearía. Al llegar a la calle, ésta lo detuvo con sus garras:
—¿Qué haces caminando solo por la calle, insignificante hombre? —preguntó la criatura.
—Estoy buscando una solución a mi vida, me echaron del trabajo —respondió el hombre en tono de preocupación.
—Es probable que la pena que te aflige sea pesada, pero la mía me mata… no he comido en semanas ¿y tú?, aunque estás raquítico pintas tener buena sazón; seguro la preocupación ha dado a tus huesos un toque agridulce —se saboreó—. Te comería de inmediato, pero estoy condenado a hacerte una pregunta. Sólo si la resuelves, podrás marcharte.
—Entonces, ¿¡no hay premio si te gano!? La libertad ya era mía, pero si descifro tus enigmas, ¿qué puedo obtener a cambio?
—Mi último festín era dueño de aquel descapotable rojo estacionado al fondo y éstas son las llaves. Te quedarás con él, pero tendrás que responder una segunda pregunta. ¿Aceptas el trato? —dijo la criatura al tiempo que mostraba una sonrisa malévola, adornada de filosos dientes.
—Con el sueldo que ganaba jamás tendría ese auto; además, ese color es muy agradable, ¡acepto! —respondió la víctima frotándose las manos.
—¿Qué ser llega primero prometiendo grandes proezas, con el cabello oscuro y bien peinado, para después, decir que por falta de dinero no pudo realizar nada, se despide con el cabello cano y forrado de dinero en los bolsillos? —preguntó la criatura convencida de su fácil victoria.
—El candidato —contestó imperturbable el hombre.
—Mi presa anterior cayó con esa misma pregunta. Sin embargo, no cantes victoria y escucha la segunda pregunta con atención.
—Imagino que quien respondió dicha cuestión vivía en otro mundo, igual tú. Dime pronto lo que tengas que preguntar —contestó el hombre desafiando a la criatura con la mirada; luego, de manera sigilosa, extrajo el celular de su bolsillo para ver si aún contaba con suficiente batería.
—Si perdieras, ¿qué parte de tu cuerpo tomaría entre mis garras antes de devorarte? —preguntó con tono provocador.
—Me tomarías del brazo derecho y engullirías mi mano.
—¿¡Cómo pudiste adivinarlo!? Si tú nunca has viajado al Museo Metropolitano de Nueva York, desdichado Gustavo Moreau.
—Ciertamente no he viajado a ese destino, pero aún me quedan datos de Internet y la búsqueda me arrojó la respuesta. ¡Mira!
—¡Maldito humano, hiciste trampa!
—Como dicen aquí: sobre aviso no hay engaño, o también, lo que no está prohibido, está permitido. Tú nunca mencionaste el uso del celular. Ahora entrégame las llaves del descapotable para irme, porque tengo tanta hambre como tú. Por cierto, ¿puedes comer otro tipo de carne que no sea la humana?
—No lo he intentado, pero si no hay otro remedio puedo diversificar mi dieta.
—¡No lo digas más! Sube al auto. Vamos por unas hamburguesas. Hay un puesto al lado de La Minerva, las hacen deliciosas.