La historia reciente de Guadalajara ha estado marcada por una serie de tragedias que, más allá de ser accidentes aislados, reflejan un problema sistémico de negligencia, impunidad y falta de responsabilidad ambiental.
Las explosiones del 22 de abril de 1992 en el sector Reforma, los incendios recientes en empresas industriales, y la constante práctica de verter químicos peligrosos al drenaje público son síntomas de una ciudad y un país que no han sabido poner límites al crecimiento desordenado, ni han aprendido de las lecciones que la historia ya cobró con sangre.
La acumulación de sustancias tóxicas en los sistemas de alcantarillado, la mala gestión de residuos peligrosos, la falta de regulación efectiva y el desinterés institucional han convertido a Guadalajara en un escenario donde la tragedia no es una posibilidad, sino una amenaza latente.
En los últimos años, la ciudad ha enfrentado una preocupante serie de incendios en zonas industriales, muchos de ellos relacionados con empresas que almacenan, manipulan o transportan sustancias químicas. El más reciente hace unos días que arrasó con una nave industrial en la zona de El Álamo y como es sabido cobró la vida de tres personas y se sigue en la búsqueda de una más desaparecida, el humo tóxico afectó a decenas de personas, obligó al desalojo de colonias cercanas y puso nuevamente sobre la mesa la pregunta: ¿por qué siguen ocurriendo estas emergencias?
En muchos casos, las empresas no cuentan con protocolos adecuados para manejar residuos peligrosos, ni con planes de contingencia efectivos ante incendios o fugas. La falta de supervisión por parte de las autoridades permite que operen con licencias vencidas, sin estudios de impacto ambiental actualizados o incluso en zonas habitacionales donde su presencia representa un riesgo directo para la población.
Además, las condiciones laborales al interior de estas empresas suelen ser precarias, y los trabajadores, los primeros expuestos a materiales tóxicos y situaciones de peligro, rara vez reciben capacitación adecuada o tienen acceso a equipo de protección personal. De nuevo, el patrón se repite: se prioriza la ganancia sobre la seguridad, y cuando ocurre una tragedia, el costo lo pagan los más vulnerables.
Uno de los temas más preocupantes, y que conecta las tragedias del pasado con las amenazas del presente, es el uso del sistema de drenaje como vertedero clandestino de residuos industriales. A pesar de que existen leyes y normas que regulan el manejo de sustancias peligrosas, muchas empresas —por ahorrar costos— eligen verter sus residuos líquidos directamente al alcantarillado. Esto no sólo representa un delito ambiental, sino una bomba de tiempo.

Los sistemas de drenaje urbano no están diseñados para transportar ni neutralizar compuestos químicos volátiles, inflamables o corrosivos. Cuando estos se acumulan en las redes subterráneas, reaccionan entre sí, emiten gases tóxicos y generan condiciones propicias para explosiones como las del 22 de abril.
Además, esta práctica contamina los cuerpos de agua, daña la infraestructura hidráulica y expone a los trabajadores de mantenimiento a peligros mortales. Se ha documentado que, en varias colonias de la Zona Metropolitana de Guadalajara, los olores a solventes, gasolina o ácidos son frecuentes, y que incluso los pozos de inspección muestran restos de materiales industriales, sin embargo, pocos casos son investigados, menos aún sancionados.
Aunque las explosiones y los incendios generan titulares y sacuden a la opinión pública por su dramatismo, existe otra tragedia más lenta y silenciosa: la contaminación química y sus efectos en la salud de la población. El contacto prolongado con sustancias tóxicas vertidas en el agua, el aire o el suelo provoca enfermedades respiratorias, cáncer, daños neurológicos y afectaciones en el desarrollo infantil.
En las zonas cercanas a corredores industriales, los casos de enfermedades crónicas son más frecuentes. Y aunque existe evidencia científica de los vínculos entre exposición ambiental y salud pública, la falta de monitoreo sistemático y de datos abiertos impide una acción efectiva. El resultado: comunidades enteras viviendo bajo amenaza constante, sin acceso a información ni a mecanismos de defensa.
El problema no es la industria en sí, sino cómo se ha desarrollado: sin planificación, sin transparencia, sin rendición de cuentas. El sistema permite que empresas contaminen porque no hay consecuencias reales. Y cuando las hay, las víctimas son los ciudadanos comunes, no los responsables.
Se requiere una política ambiental integral, con coordinación interinstitucional, participación ciudadana y mecanismos reales de fiscalización. La sociedad civil tiene un papel clave: vigilar, exigir, documentar y proponer. No se trata sólo de protestar, sino de construir alternativas. Desde impulsar el monitoreo comunitario de la calidad del agua y el aire, hasta promover campañas de educación ambiental, hay múltiples formas de participación. Pero también es necesario cambiar nuestra relación cotidiana con el entorno. No podemos exigir responsabilidad a las empresas si como ciudadanos normalizamos tirar aceite al drenaje, quemar basura o ignorar las normas.
La sustentabilidad empieza en lo cotidiano, pero debe escalar a lo estructural. Si queremos un futuro donde nuestras calles no exploten, nuestras fábricas no ardan y nuestros ríos no sean cloacas tóxicas, es momento de actuar con seriedad. La vida humana no puede seguir siendo el costo colateral del desarrollo industrial.
*Dra. Sandra Pascoe Ortiz, Profesora Investigadora. Universidad del Valle de Atemajac, Campus Guadalajara