En pleno siglo XXI, en una era dominada por la tecnología, parecería lógico que los gobiernos se modernicen. Y en efecto, muchos lo han intentado. Sitios web, aplicaciones oficiales, formularios digitales, pagos en línea. Todo suena a eficiencia, a progreso, a un futuro donde las filas y el papeleo son cosa del pasado. Sin embargo, al usar estos sistemas, la ciudadanía descubre una amarga verdad: detrás de la fachada tecnológica, la misma burocracia de siempre sigue viva y estorbando.

La contradicción es evidente. Los gobiernos promueven plataformas para realizar trámites de forma digital, pero cuando el ciudadano paga en línea, el sistema puede tardar hasta tres días hábiles en reflejar el pago (un ejemplo claro es el pago de la licencia de conducir en el estado de Jalisco). En ese lapso, el trámite queda congelado. Nada avanza. No hay notificaciones, ni seguimiento, ni atención eficiente.
Ante esta incertidumbre, la mayoría prefiere acudir en persona, hacer fila, perder una mañana o una jornada completa, pero obtener un comprobante sellado, una firma, una respuesta tangible. Paradójicamente, el trámite “más rápido” resulta ser el presencial.
Muchos gobiernos han entendido mal lo que significa digitalizar. Han trasladado los trámites tradicionales a una plataforma sin rediseñarlos, sin pensar en el usuario, sin hacerlos eficientes. Lo que antes era llenar un formulario en papel ahora es llenar un PDF con campos restrictivos. Lo que antes era entregar papeles en ventanilla ahora es escanearlos y subirlos a una página mal diseñada.
Pero el proceso sigue siendo lento, los pasos siguen siendo muchos, y los cuellos de botella siguen existiendo. Solo que ahora están escondidos tras una pantalla.
Uno de los mayores absurdos es el retraso en la validación de los pagos electrónicos. En la mayoría de los casos, el dinero se descuenta de la cuenta del ciudadano de inmediato. Sin embargo, para el sistema gubernamental, ese pago “no existe” hasta que alguien, en algún escritorio oscuro, lo valide manualmente.
Si el pago no aparece, el ciudadano no puede avanzar. Y si quiere respuestas, se enfrenta a correos que nadie responde, líneas telefónicas saturadas o simplemente a la instrucción de “esperar”.

Cada vez que un sistema digital falla, la confianza institucional se erosiona. El ciudadano siente que ha sido engañado, que lo hicieron perder tiempo, que no hay manera de obtener una respuesta digna.
Esa desconfianza es el caldo de cultivo perfecto para que regresen prácticas que creíamos superadas: acudir con gestores, pagar “ayudas” para acelerar trámites, buscar palancas. Porque cuando lo legal y digital no funciona, lo informal y presencial se vuelve más atractivo.
La ineficiencia digital no elimina las filas físicas. Al contrario: las multiplica. Al final, el gobierno termina operando dos sistemas paralelos —el digital y el presencial—, ambos saturados, ambos deficientes.
La promesa de la modernización era reducir costos, tiempos y trámites. Pero en la práctica, se duplican los recursos necesarios, se duplican los errores y se duplica el desgaste del ciudadano.
Además, los trámites en línea muchas veces no son accesibles para todos. Las personas mayores, quienes no tienen computadora o no dominan el uso de plataformas, quedan excluidos. Para ellos, el trámite digital no es un avance: es una barrera. Terminan pagando cantidades extras en los sitios cercanos a la dependencia que ofrecen hacer los trámites en línea o la impresión de los recibos o documentos que se necesitan para acudir a la ventanilla.
Así, lejos de democratizar el acceso a los servicios, las plataformas mal implementadas refuerzan la desigualdad.
Modernizar no es solo meter computadoras. Es repensar los procesos, reducir pasos, capacitar a los funcionarios, establecer tiempos claros de respuesta y, sobre todo, tener voluntad de servir.
Un buen sistema digital debe funcionar de principio a fin. Si el trámite se inicia en línea, debe terminar en línea. Si el pago se hace en segundos, su validación no puede tardar días. Si el ciudadano tiene dudas, debe haber atención inmediata y clara.
Países como Estonia o Dinamarca han demostrado que esto es posible. Sus sistemas no son perfectos, pero funcionan. Y funcionan porque fueron pensados desde la lógica del servicio, no desde la lógica del control.

El tiempo que las personas pierden en trámites inútiles es tiempo que no trabajan, no producen, no disfrutan. Es tiempo robado por un sistema que no cumple su función. Y eso tiene un costo económico y emocional.
Además, la falta de eficiencia abre la puerta a la corrupción. Cuando el sistema formal no da respuestas, los gestores informales ofrecen “soluciones”, muchas veces con complicidad interna.
Considero que no podemos normalizar estas fallas. Hay que exigir que los sistemas digitales del gobierno funcionen como prometen. Si un trámite falla, hay que reportarlo. Si un sitio no responde, hay que alzar la voz. Si el sistema en línea no sirve, hay que documentarlo, denunciarlo, publicarlo.
La ciudadanía tiene el poder de exigir mejores servicios. No se trata de quejarse por quejarse, sino de presionar para que los recursos públicos se usen en soluciones reales, no en simulaciones.
Queremos que la modernidad sea real, queremos gobiernos modernos, sí. Pero modernidad no es solo tener una página web. Modernidad es que un trámite funcione, que un pago se refleje al instante, que una duda se resuelva en minutos. Modernidad es poner al ciudadano en el centro, y no hacerlo mendigar por algo que es su derecho.
Hasta que eso no suceda, muchos seguirán prefiriendo ir a formarse a las cinco de la mañana, con tal de tener algo que funcione. Y eso, en pleno 2025, no solo es una incongruencia: es un fracaso.
*Dra. Sandra Pascoe Ortiz. Profesora Investigadora. Universidad del Valle de Atemajac, Campus Guadalajara.