
En Ecatepec, entre las colonias Jardines de Morelos y Comuneros, un tramo de vías férreas continúa dividiendo no sólo el territorio, sino también la vida cotidiana. En apariencia, podría parecer una más de las rutas del tren en el Estado de México. Sin embargo, esta franja metálica donde el ferrocarril sigue activo se ha convertido en un espacio de abandono absoluto.
El tren pasa, varias veces al día. Su paso es imponente y ensordecedor. Mientras las ruedas de acero chillan sobre los rieles, gente que vive en los alrededores necesita cruzar esa ruta para ir a la escuela, al mercado o al trabajo. Hace pausa y espera conteniendo el aliento por el hedor del lugar que está en el abandono y la basura.
Porque no se trata de cualquier cruce. Este trayecto, que muchos recorren a diario, está marcado por el olvido. A un lado y otro de las vías hay bolsas de basura abiertas, muebles desvencijados, colchones manchados, ropa sucia, trapos húmedos, pañales usados, restos de comida, juguetes desmembrados. No es raro encontrar también restos de animales y objetos alineados de forma ritual que sugieren prácticas misteriosas o ritos clandestinos.
La basura no es lo único. Hay manchas oscuras en el suelo que emanan un olor ácido, producto de orines constantes; hay plásticos fundidos por el sol, botellas rotas, y charcos verdosos que no se han secado en semanas. Todo parece haber sido dejado ahí sin la mínima intención de limpiarse jamás. La escena se repite metro a metro, como si la acumulación de objetos desechados hubiera ganado terreno a la dignidad del espacio.

Y entre todo eso, avanza la gente. Madres con niños en uniforme, ancianos que caminan con cuidado para no tropezar, jóvenes que escuchan música con audífonos pero que bajan el volumen al cruzar. Nadie se detiene si no es por el paso del tren. Nadie permanece más de lo indispensable. Todos avanzan como si algo les persiguiera. En cierta forma, así es. El miedo les sigue los pasos.
A plena luz del día, ese miedo es real. El trayecto es escenario de robos, agresiones, amenazas. En cualquier momento, desde atrás de un sofá abandonado, puede aparecer alguien dispuesto a arrebatar una mochila, un celular, una bolsa de mandado.
La ausencia de vigilancia es total. Ni policías ni patrullas se acercan a ese tramo, a pesar de que el cruce es utilizado diariamente por muchas personas. No hay cámaras de seguridad. No hay luminarias. Por la noche, el paso se convierte en una línea negra que nadie se atreve a cruzar, salvo en situaciones en las que no queda más remedio.
La mayoría prefiere alargar el trayecto, dar vueltas, caminar más calles, antes que arriesgarse a esa oscuridad silenciosa.
Y aun así, la vida sigue girando en torno a esas vías. El tren pasa. La gente pasa. La basura se amontona. Los olores se intensifican con el calor. Las lluvias arrastran desechos que terminan en los charcos que se hacen en las calles sin pavimentar. La vegetación crece sin control, ocultando partes del camino, formando escondites naturales que sólo incrementan el peligro.
Piedras, basura, animales muertos o ramas afiladas quedan ocultas bajo la hierba alta y el riesgo para quienes caminan se multiplica.
En los momentos en los que el tren irrumpe, su pitido se escucha a lo lejos y quienes están cruzando deben buscar dónde hacerse a un lado. No hay barreras, ni alarmas, ni zonas seguras. El tren pasa junto a la gente, a veces un par de metros de distancia. El suelo tiembla. Las piedras saltan. El aire se llena de polvo. La escena es breve, pero intensa. Luego todo vuelve a la aparente normalidad, hasta que la siguiente locomotora atraviese el mismo camino.

El paso del tren no interrumpe la vida, pero sí recuerda constantemente que esas vías siguen siendo parte del sistema ferroviario nacional. Que no son simplemente escombros. Y, sin embargo, el entorno contradice esa funcionalidad.
La gente ha aprendido a no mirar. A no preguntar qué hay bajo las bolsas negras. A no acercarse a los círculos de piedras quemadas ni a los montones de ropa vieja que de pronto cambian de lugar. Hay un pacto tácito: cruzar sin intervenir, pasar sin cuestionar.
A pesar de todo, los vecinos que viven en las casas más cercanas al cruce han intentado mejorar las cosas, pero el deterioro avanza más rápido que cualquier esfuerzo individual: Lo que hoy se limpia, mañana amanece nuevamente cubierto de basura.
Incluso ha habido vecinos que han querido limpiar el paso con escobas, palas y bolsas, organizándose entre ellos para retirar al menos los residuos más visibles. Sin embargo, al tratarse de una zona federal, tanto por las vías como por ductos de Pemex que atraviesan la zona, no pueden intervenir demasiado. Han solicitado apoyo a las autoridades correspondientes en más de una ocasión, pidiendo operativos de limpieza, seguridad y atención.
Hasta ahora nada ha sido efectivo. El tren pasa varias veces al día. Su paso es ensordecedor mientras cruza una zona invadida por suciedad, inseguridad y resignación.